VALÈNCIA. Muchos de ustedes sabrán que el premio literario más prestigioso de Francia tiene como título este apellido ilustre: Goncourt. Se trata de un premio creado por el editor Edmond de Goncourt en su testamento en memoria de su hermano Jules Huot. En el prólogo del Diario de los hermanos que la editorial sevillana Renacimiento acaba de publicar, José Havel –editor y traductor del volumen- explica que pertenecían a una familia noble que lograron su éxito poco antes de la Revolución. Su apellido proviene de las tierras que el bisabuelo compró en el señorío de Goncourt, situado en el valle de la Meuse. Los hermanos Jules y Edmond tenían como padre a un ex oficial imperial que fue gravemente herido en las guerras napoleónicas.
Alrededor del año 1849 los hermanos Goncourt entendieron la literatura casi de un modo religioso, una suerte de apostolado literario e intelectual que “profesaban con fervorosa constancia y minucia monacal”. Dicho de otro modo: los hermanos Goncourt sacrificaron todo –incluido el amor y la familia- por la literatura: “Su ferviente compromiso con la escritura fue siempre la regla jamás transgredida de su existencia”.
Una de las características más detestables de estos hermanos –una que se desprende de todas estas páginas- es su desprecio constante por el pueblo y la clase obrera. Los llegaron a considerar una suerte de “productos de la filosofía igualitaria del siglo XIX, origen de todos los males y miserias de su tiempo”.
Para ellos el estilo era todo. Fueron precursores del naturalismo impresionista y apostaron por una utilización de la lengua (la francesa) llevada hasta los mayores límites. Creían que así se “podrían conseguir efectos interesantes y transmitir la verdad absoluta de la vida, fuera esta cual fuese, agradable o no: la verdad como condición de su arte y originalidad del mismo”.
El objetivo de escribir un diario fue descrito por los propios autores:
Este diario es nuestra confesión de cada noche: la confesión de dos vidas inseparadas en el placer, el trabajo, la pena; dos mentes gemelas, de dos espíritus que del contacto con hombres y cosas reciben impresiones tan semejantes, tan idénticas, tan homogéneas, que esta confesión puede ser considerada como la expansión de un solo y único yo.
Así pues, el autor es único aunque las mentes sean dos. Este Diario que ahora presenta la editorial Renacimiento no reproduce exactamente las 3500 páginas que fueron editadas por Ricatte. Se trata de una condensación de sus entradas más significativas a juicio de Havel. El diario comienza el 2 de diciembre de 1851 cuando tuvo lugar un golpe de Estado en Francia encabezado por Luís Napoléon Bonaparte que quiso instituir el Segundo Imperio Francés. Narrativamente hablado, destaca el hecho de que los Goncourt empiecen su diario con este acontecimiento espectacular:
En el día del juicio final, cuando las almas sean llevadas al estrado por grandes ángeles que durante las largas declaraciones dormirán a semejanza de los gendarmes, con el mentón sobre sus dos guantes de ordenanzas; y cuando Dios Padre, con su agenda augusta barba blanca, como los miembros del Institut lo representan en las cúpulas de las iglesias, cuando Dios me interrogue sobre mis ideas, mis actos y las cosas, a las que prestado la complicidad de mis ojos, ese día responderé: “Ay, Señor, yo he visto un golpe de Estado!”
También son frecuentes las entradas dedicadas a las famosas ‘Cenas Magny’ en las que los editores acostumbraban a reunirse en el restaurante Magny con algunos de los escritores más famosos de aquella época. Son entradas jugosas repletas de chismes.
12 de mayo – Théophile Gautier, ese estilista de traje rojo para el burgués, pone en las cuestiones literarias el más sorprendente sentido común, el juicio más sano y la más terrible lucidez brotando en pequeñas frases muy simples de una voz que es como una caricia.
Las relaciones de los Gouncourt con Paul Gavarni, Théophile Gautier, Gustave Flaubert, Sainte-Beuve, Marcellin Berthelot, Hippolyte Taine, Ivan Tourgueniev, Paul de Saint-Victor, Ernest Renan o George Sand fueron férreas. Además de ir al Magny, muchas veces los editores celebraban cenas en su propio hogar invocando, nada más y nada menos, que al Marqués de Sade:
Domingo, noviembre. Gavani, Flaubert, Saint-Victor y Mario Uchard cenan en nuestra casa. Flaubert, una inteligencia embrujada por Sade, al cual vuelve como a un misterio y a una vileza que le fascinan; goloso coleccionista de la monstruosidad y feliz, según su expresión, de ver a un pocero comer de lo que lleva, exclamando, siempre a propósito de Sade: “¡Es la tontería más divertida que yo haya conocido!”.
Además de un cierto esnobismo que se despliega en la mayoría de sus acciones, en los Goncourt hay apreciaciones moralmente discutibles:
¿Se ha reparado alguna vez que ningún judío viejo es guapo? No hay nobles ancianos dentro de esta raza. La obra de las pasiones sórdidas y de la avaricia les mata en el rostro la belleza del hombre joven.
El diario termina con la muerte de Jules y el derrumbe de su hermano a su lado. La muerte de Jules supone la fracturación completa de este dúo literario ya convertido en mito. Edmond observa cómo lo ve “desaparecer en la cripta donde están mi padre, mi madre y en donde todavía hay un sitio para mí”. El diario termina cuando Edmond se acomoda frente a la cama vacía, de la que le obligaba a salir todos los días, “con el frío intenso de este invierno, para llevarlo a la ducha de la cura”. Al final de su vida, también los libros estarán presentes:
Sobre la mesita de noche ha quedado el libro de Bescherelle, puesto bajo la almohada para elevar su triste cabeza de muerto; las flores de las que rodeé su agonía están marchitas en la chimenea, mezcladas con los envoltorios azules de las velas encendidas sobre su ataúd; y en la mesa de trabajo, entre tarjetas y tarjetas de visita de primera hora, están tirados desordenadamente los libros de oraciones de Pélagie.
Este diario fue publicado con gran escándalo y hubieron de cambiarse algunos nombres. De hecho, este diario jamás fue concebido como algo introspectivo. Más bien se refería a su vocación de hombres de letras. Era un espacio en el que mostrar el duro trabajo intelectual que ocupó sus vidas.