VALÈNCIA. Hay que ver lo que nos gusta la crónica negra. Ponednos en la pantalla unos buenos crímenes con bien de morbo y truculencia y un asesino interesante y perturbador, que ahí estaremos fascinados, mirando sin creer lo que estamos viendo, pillados en el abismo del horror. Al principio fueron los procedimentales, con su caso espantoso semanal, de los que en el siglo XXI tenemos buenos ejemplos en las 24 temporadas (¡502 episodios!) de Ley y orden: Unidad de víctimas especiales, que aún continúa, o las 15 de Mentes criminales (364 capítulos).
Pero el crimen prolifera en el universo serial mucho más allá de los procedimentales y ahí está el caso del true crime, género documental sobre asesinatos reales, que cada vez suma más producciones, aunque no todas tengan el nivel de The Jinx o Making a murderer. Documental tal vez se queda escaso, porque es una palabra muy neutra y muy descriptiva, y quizá eso no es lo esencial del true crime. No digo yo que no nos interesen los hechos y su exposición, pero la razón por la que tienen tanto éxito tiene más que ver con la exhibición del espanto, con la posibilidad de mirar cara a cara, salvaguardados por la pantalla en nuestro sofá, a la atrocidad. Fascinación significa atracción irresistible y el abismo es una buena atracción.
La ficción también acude a ese resbaladizo territorio del “basado en casos reales”. Una de las últimas en llegar es la miniserie británica Des (en la plataforma Starzplay) sobre el asesino en serie Dennis Nilsen quien, entre 1978 y 1983, asesinó en Londres al menos a 15 hombres adolescentes y jóvenes. Nielsen era un funcionario gris y anodino, al que apodaron el ‘asesino amable’ porque se mostró absolutamente colaborador con la policía, contando con todo tipo de detalles y sin inmutarse sus horrendos crímenes, como quien cuenta que bajó a comprar el pan y saludó al vecino.
Sus víctimas eran muchachos que vivían en la marginalidad, a los que acogía en su casa para darles cobijo, compañía y, en algunos casos, sexo. Luego les asesinaba, ahogándoles o estrangulándoles y convivía por un tiempo con sus cadáveres, con los que llevaba a cabo algunas prácticas sexuales para acabar descuartizándolos, o quemándolos, o sometiéndoles a cualquier otro procedimiento que fuera útil para hacerlos desaparecer. Sí, el horror.
La miniserie está compuesta por tres capítulos tremendamente efectivos, que van directos al meollo del asunto desde el principio, para mostrar la investigación y el juicio y, sobre todo, las entrevistas del asesino con la policía y su biógrafo. La interpretación del gran David Tennant, que consigue componer un personaje a la vez aburrido y fascinante, vulgar y extraordinario, es electrizante y magnética. Simplemente, no puedes dejar de mirarle.
Porque este es otro de los elementos fundamentales de esa fascinación por el crimen y el mal que caracteriza nuestra época: ver y oír al asesino, al monstruo, sea un documental o una ficción. Muchos de los true crimes funcionan y nos fascinan por contar con esa presencia inquietante y malsana, la del criminal capaz de cometer actos inconcebibles. Es la posibilidad de verle contar con sus propias palabras sus actos; es nuestro afán, nuestra necesidad, destinada al fracaso, de comprender. Como si el lenguaje pudiera dar cuenta de algo que está más allá de la razón.
Esto es así en los documentales, pero también en el caso de las obras de ficción sobre estos hechos. Des viene a acompañar a algunas series de temática criminal que se centran mucho más en la palabra y el rostro que la emite que en la exhibición de la violencia. El horror está dicho, pero no mostrado en imágenes. Son obras articuladas en torno al relato posterior de lo sucedido y no a los hechos en sí mismos; de ese modo, se ofrecen como una reflexión sobre el acto de narrar.
Ahí tenemos Alias Grace, basada en la novela de Margaret Atwood sobre la historia real de Grace Marks, que asesinó a su jefe en 1843. La serie se articula en torno a las entrevistas que la asesina mantuvo con un doctor que intentaba hacerle recordar los hechos y con el que revisa su vida. Aunque en este caso se combina con flashbacks sobre lo sucedido, toda nuestra atención está en las conversaciones del doctor con la muchacha, interpretada por Sarah Gaddon, intentando explicar lo inexplicable.
Y es el caso, por supuesto, de Mindhunter, la excepcional serie de David Fincher que, desgraciadamente, parece que no a va tener continuidad tras sus dos temporadas. En ella, siguiendo la historia real de la creación de la unidad del FBI encargada de estudiar a los asesinos en serie, la llamada Unidad de análisis de conducta (la misma que protagoniza Mentes criminales), se encadenan las entrevistas de los agentes con los asesinos, recreando las originales. Sin mostrar actos violentos ni asesinatos, solo la narración de ellos o, a veces, ni eso, logra transmitir el máximo horror gracias a unos intérpretes ajustadísimos a sus personajes y a una dirección y puesta en escena que encierra en encuadres y composición el desasosiego que provoca aquello que se está contando.
En el terreno de la no ficción nos sucede lo mismo. No necesitamos asistir a los hechos, solo oírlos y ver al ejecutor. En el caso español, fuera del mundo de las series, tenemos dos magníficos ejemplos, casi pioneros. Un true crime avant la lettre, El asesino de Pedralbes, realizado por Gonzalo Herralde en 1978, que incluye la narración en primera persona de José Luis Cerveto, el criminal del título, inolvidable por el espanto que produce. Y la extraordinaria Queridísimos verdugos (Basilio Martín Patino, 1977), documental con entrevistas a los verdugos que aplicaban la pena de muerte en España y que, solo de recordarlo aquí para ustedes, me produce escalofríos.
Será que nos produce más horror el relato en primera persona del perpetrador que los propios asesinatos. Y aquí nos da igual que sea un documental o una ficción en la que conseguimos abstraernos; el asesino de verdad o el intérprete bien dirigido capaz de encarnarle con total convicción, como David Tennant en Des o Cameron Britton interpretando a Ed Kemper en Mindhunter. Les llamamos monstruos para sentirnos más cómodos, pero no son más, ni menos, que seres humanos, tan humanos como nosotros, aunque hayan hecho algo que nos resulta inconcebible e inexplicable. Cómo no mirarles, cómo no escucharles.
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