Dice que 'La trampa de la diversidad' es como un tuit de 250 páginas, un intento de reflexionar sobre uno de los grandes problemas de la izquierda: la atomización en grupos frente a los desafíos generales. Daniel Bernabé ha escrito una de las sorpresas editoriales del año que va ya por la tercera edición
VALÈNCIA. Sin duda, ha sido el ensayo revelación del año. El periodista Daniel Beranbé escribió La trampa de la diversidad. Cómo el liberalismo fragmentó la clase trabajadora (Akal, 2018) con la sana intención de abrir un debate sobre algunos de los problemas de la izquierda actual. Razonado y bien argumentado —lo que no significa que haya que estar de acuerdo con todo— pasó lo que tenía que pasar, y que parece una confirmación de su tesis: la Jihad twitera se le echó al cuello y cada uno de los grupos señalados se lo han tomado como una afrenta personal.
—¿Cuántos insultos llevas hoy?
— Bueno, unos cuantos. Estos días es lo normal
— ¿Cuántos libros has escrito? Lo digo porque he visto críticas muy duras de mucha gente —incluso de algunos que parece que se han leído el libro—y cada uno te acusa de decir una cosa distintas.
— Sí, algunos parece que lo han leído. A veces me da dolor de estómago ver las barbaridades que me han dicho, porque es bastante duro cuando ves que hay gente que no es que opine o critique, es que directamente lo que dicen es mentira. Un libro va de lo que va y se puede opinar sobre él, pero no inventarse cosas que no dice, o decir justo las contrarias, pero parece que es la dinámica de las redes sociales. Pero, para no atribuirle todo a las redes sociales, eso también habla del propio libro, del momento en que vivimos. Cuando nuestra actividad política deja de ser un actividad de grupo y acaba de ser una forma de definirse como individuo, hay gente que se toma cualquier opinión como si le estuvieras mentando la madre.
— Dice Pascual Serrano en la introducción que mientras más políticamente incorrecto se define uno en las redes sociales más ultraconservador es. ¿Estás de acuerdo?
— Es parte de lo que habla el libro, de cómo la derecha se ha vuelto rebelde y la izquierda conservadora, pero se sitúa en la línea inversa, intenta ver lo que hay detrás. No quiero crear una política artificial para cosechar algún tipo de rédito. Lo que sí tengo que decir es que las críticas vienen de grupos muy determinados y muy madrileños. Fuera de aquí, de Madrid, me he encontrado con una recepción muy buena.
— Tú hablas de la diversidad, que, aunque no estás en contra, dices que es un fenómeno a analizar y que a veces se ha convertido en un arma. ¿Es así?
—La diversidad es un hecho y nadie, salvo la ultraderecha más irredenta, está en contra de ella. Lo que yo analizo es cómo los distintos grupos políticos y empresariales se aprovechan de ella. Pero sobre todo planto que como hemos perdido nuestras grandes identidades —de clase, religiosa, nacionales…— parece que tenemos una angustia de ser cada vez más diferentes porque cada vez nos parecemos más en esta sociedad de clase media aspiracional en que vivimos. Entonces, esta necesidad de diferenciarnos parece que ponga a la izquierda o los sectores progresistas a competir entre ellos. Es algo que hay que plantearse, cómo la lucha por la representación ha cambiado en los últimos años.
— Al final esa diversidad se ha convertido en un negocio que no inquieta para nada al poder
— Sí, el capitalismo es extremadamente respetuoso con la diversidad de cada uno siempre que pueda pagar por ello mientras arroja a la mayoría de la sociedad por la borda de la historia. Lo interesante es ver cómo el concepto de diversidad es asumido por partidos de derechas y por grandes empresas para transformarlo en producto aprovechando las connotaciones positivas. En las celebraciones del Orgullo Gay hemos visto cómo todas las grandes empresas se apuntaban, incluso en una ciudad con alquileres disparados como es Madrid, aparecía Idealista y a nadie le llamaba la atención, o Deliveroo, cuyo trato a los trabajadores es de sobra conocido, y a nadie parecía importarle.
— Eso es parte de la trampa de la que hablas.
— Si yo critico que Deliveroo esté en el Orgullo, pero no estoy criticando el Orgullo, aunque hay gente que piense que estoy criticando las reivindicaciones de los LGTB, y no es así.
— Sí, parece que a veces el sistema toma una reivindicación, la transforma y te la devuelve con factura. Como la fiesta del Orgullo, que recuerda un hecho tan brutal como los enfrentamientos con la policía en Stonewall (San Francisco) en 1969, y se ha convertido en una fiesta. Y no es que me parezca mal, pero la reivindicación se diluye
—Sí, es lo que se llama el pinkwashing, pero eso no es la enfermedad si no el síntoma. Lo que hay que ver es cómo nuestras ideologías políticas ha tendido hacia lo individual y hacia lo aspiracional. No se trata tanto de unirnos a otros que comparten nuestros valores y ver cómo podemos cambiar las cosas, sino que cada uno, individualmente elige tal ideología para competir en el mercado de la diversidad, y eso lleva a más conflictos intergrupales. Las peleas en los partidos de la nueva política tienen más que ver con esto que con problemas de fondo.
— Esto llega hasta el absurdo. Te planteo un ejemplo: los veganos radicales están atacando carnicerías en Francia, pero no atacan a las que son hallal porque dicen que los musulmanes ya sufren al estar radicalizados. Sin embargo, el método hallal de matar a los animales es mucho más cruel que el habitual porque no permite anestesiar al animal.
— Es un buen ejemplo de cómo opera el mercado de la diversidad: cuanto más específicos seamos, más valemos. Esto demuestra cómo funciona esto. Ya no se habla de cómo funciona la industrial de la alimentación, que es importante, sino que lo convertimos en algo identitario en el que los animalistas —que me tienen especial inquina por decir que son casi una religión—, y la agenda política queda más marcada por estos extremistas que del problema real. En realidad están hablando más de sus problemas y sus complejos en sociedad, porque además es gente de ámbito muy urbano que nunca ha ido al campo y no entiende la relación simbiótica con los animales.
— Pero al final, los medios se fijan en los más radicales, y el discurso razonado, el que busca acuerdos, se pierde
— Sí, claro. El ejemplo extremo ocurre, pero no es lo habitual. Pero mientras más específica y rarita sea nuestra identidad parece que más caso nos van a hacer los medios. Fíjate que en los suplementos de tendencias hablan de tendencias sexuales y están a la caza de la más rara y la que menos gente practica. A veces parece que se las inventen. Pero no es una cuestión moral, sino que ser rarito es lo esencial, parece que mientras más seamos nosotros menos será el otro. Es como una competición a ver quién es más diferente. Esto, en las ideologías de izquierdas, ha hecho mucho daño.
— Y lo peor, dices, que esto le viene mal a la izquierda pero muy bien a la derecha
— Sí, por supuesto. La derecha la usa de dos formas. La primera, como ariete. Por ejemplo culpando de manera falsa a los extranjeros de todos los males como si no hubiera habido unas guerras que lo han provocado. Y la izquierda por su parte también ha reducido el problema a una cuestión de solidaridad, como si no hubiera gente interesada en que exista una fuerza laboral sobrante en todo Europa, cuando es evidente que ellos preferirían estar en su país. Pero la ultraderecha también utiliza esa diversidad al poner a homosexuales y mujeres en puestos de poder, no por sus méritos, sino visualizarlos y hacer de presunto contrapeso de esa invasión islamista.
— Cuando un mileurista compra en Primark seguramente contribuye a mantener el sistema ya que el que le atiende está igual o peor que él. ¿Hasta que punto somos víctimas y verdugos?
— Soy muy escéptico con esas campañas de boicot al consumo. A mí me gustaría hacerme la ropa en un sastre pero no puedo. El problema es que consumimos de forma aspiracional, algo que viene de EEUU, de cuando los hippies se quedaron sin discurso pero querían seguir siendo diferentes, compramos objetos e ideas por lo que conlleva… No es el objeto en si, sino lo que dice de nosotros o creemos que va a decir de nosotros.
— Sí, se habla de la experiencia del usuario como si te estuvieras comprando coca o un consolador, pero igual lo que hemos comprado es un simple libro
— Sí, y precisamente en los libros se ve mucho. Antes te comprabas un libro para leerlo y ahora es un objeto para fotografiar y subirlo a la red social para que vean quién soy, o quién quiero que crean que soy. Pero esto se ha extendido a la política, y votamos con esa misma mentalidad.
— No está muy manoseado el concepto de ‘clase obrera’. Un periodista puede cobrar lo mismo que un cajero de supermercado
— Igual lo que hay que hacer es explicarlo para que todo el mundo lo entienda, porque es evidente que un periodista es clase trabajadora, como muchas profesiones que antes eran clase media real y se han proletarizado, como les ha pasado a otras. Lo de las clases sociales no es un invento académico sino la realidad. La mayor parte de la gente vende su fuerza de trabajo para subsistir, y no es una metáfora. Pero nadie quiere percibirse como clase trabajadora. La gente expresa su clase social mediante la identidad, es la clase media aspiracional que se impuso a medida de los años 90 y gracias a la industria entretenimiento.
— No sé si entre máster y máster Pablo Casado se ha leído tu libro, pero sí ha dejado claro que los votantes del Partido Popular pueden, por ejemplo, apoyar el feminismo, pero no dejarse definir por él. Parece tener claro que es la trampa de la diversidad.
— Casado puede hacer mucha risa en las redes sociales, pero no vota Twitter ni Facebook… sino la gente. Él sabe que hay gente que percibe el feminismo como una amenaza. Eso es producto de la propaganda de derechas, pero también de una realidad, y juega muy bien sus cartas. Sabe que sus votantes no necesitan el feminismo —que no es más que la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres— para definirse.