la pantalla global

Daneses Errantes: qué fue de los directores del Dogma95

La danesa Lone Scherfig, asociada en sus inicios con el movimiento, estrena ‘Su mejor historia’

14/07/2017 - 

VALÈNCIA. Una acción de rescate. Eso era, según sus impulsores, el Dogma95. Un colectivo de directores de cine fundado en Copenhague que, de nuevo en sus propias palabras, tenía “el objetivo expreso de oponerse a ‘ciertas tendencias’ del cine actual”. Lars von Trier y Thomas Vinterberg firmaban un manifiesto que se reconocía en las vanguardias de los sesenta, pero señalaba su fracaso: “La nueva ola resultó ser un murmullo que lavó tierra y se convirtió en porquería. El propio cine antiburgués acabó siendo burgués porque el fundamento en el que estas teorías se basaban era una concepción burguesa del arte”. Amparados en la revolución tecnológica digital y convencidos de que llevaría a “la democratización final del cine”, los directores daneses proponían prescindir del gusto personal y rechazar su categorización como artistas, para ir en busca de la verdad, incluso “a costa del buen gusto y de toda consideración estética”, y de este modo luchar contra un sistema “pensado para embaucar al público y en el que la dramaturgia se ha convertido en el becerro de oro”.

Que tras el incendiario (e ingenuo) manifiesto estuviera un personaje como Von Trier contribuyó a su difusión. También el hecho de que propusieran una serie de reglas de rodaje (el denominado Voto de Castidad) a todo realizador que quisiera acogerse a su doctrina. Eran diez, como los mandamientos. No está de más recordarlas:


1. Los rodajes tienen que llevarse a cabo en localizaciones reales. No se puede decorar ni crear un “set”. Si un artículo u objeto es necesario para el desarrollo de la historia, se debe buscar una locación donde estén los objetos necesarios.

2. El sonido no puede ser mezclado separadamente de las imágenes o viceversa (la música no debe ser usada, a menos que sea grabada en el mismo lugar donde la escena está siendo rodada).

3. Se rodará cámara en mano. Cualquier movimiento o inmovilidad debido a la mano está permitido. La película no debe tener lugar donde esté la cámara, el rodaje debe tener lugar donde la película tiene lugar.

4. La película tiene que ser en color. Luz especial o artificial no está permitida (si la luz no alcanza para rodar una determinada escena, ésta debe ser eliminada o, en rigor, se le puede enchufar un foco simple a la cámara).

5. Se prohíben los efectos ópticos y los filtros.

6. La película no puede tener una acción o desarrollo superficial (no pueden mostrarse armas ni pueden ocurrir crímenes en la historia).

7. Se prohíbe la alienación temporal o espacial. (Esto es para corroborar que la película tiene lugar aquí y ahora).

8. No se aceptan películas de género.

9. El formato de la película debe ser el Académico de 35mm (1:1.85)

10. El director no debe aparecer en los títulos de crédito.


Las palabras y los hechos

Hasta 1998 todo fue revuelo y palabrería. Hacían falta películas que refrendaran tan categóricas manifestaciones y demostraran la viabilidad del cine en tales condiciones restrictivas. Y debían ser de relevancia, para que el Dogma95 fuera algo más que una simple boutade. Pese a su intención de renegar de su condición de artistas y a la norma que impide la inclusión del nombre del director en los títulos de crédito, el desembarco oficial de ambos cineastas se produjo en el marco nada alternativo del Festival de Cannes, donde todo el mundo sabía quienes eran los firmantes de las dos cintas que iban a dar carta de nacimiento al movimiento. Celebración (Festen, Thomas Vinterberg, 1998) y Los Idiotas (Idioterne, Lars von trier, 1998), las películas Dogma 1 y 2, compitieron en la sección oficial, y aunque no ganaron la Palma de Oro, el Premio del Jurado que obtiene Celebración y la favorable recepción crítica de ambas convierten la teoría en práctica con gran éxito. ¿Salvaría el Dogma al cine moderno? Por supuesto que no, pero devolvió a primer plano a la cinematografía danesa y puso en circulación un virus que no tardaría en expandirse por todo el planeta.


Gracias a la etiqueta Dogma, cineastas escandinavos como Søren Kragh-Jacobsen (Mifune, 1999) o Kristian Levring (The King is Alive, 2000) lograrían un eco comercial inédito en España (y, lógicamente, en otros países). Su éxito daría alas a directores de otras latitudes, y el quinto film con certificado oficial Dogma ya llegaría desde Francia: Lovers (Jean-Marc Barr, 1999) abrió la puerta por la que entrarían también la estadounidense Julien Donkey-Boy (Harmony Korine, 1999) o la coreana Interview (Daniel H. Byun, 2000). Hasta en España hubo Dogmas: Juan Pinzás obtuvo el certificado por Era outra vez (2000), Días de boda (2002) y El desenlace (2005), demostrando que poseerlo no era necesariamente garantía de calidad (según internet, hay más de 250 títulos acreditados oficialmente). Mientras, en Dinamarca, Lone Scherfig se convertía en la primera mujer que dirigía un Dogma: Italiano para principiantes (Italian for Beginners, 2000). En El título de este libro es Dogma95, del periodista Richard Kelly (Alba Editorial, 2001), la directora aseguraba que “Dogma puede entenderse como una reacción contra un tipo de escuela muy clásica y centrada en los aspectos técnicos”, y estaba segura de que era “un regalo, más que una lista de mandamientos”. Su película, de hecho, incumplía alguno, ya que era una comedia, pero le proporcionó un reconocimiento internacional (incluidos varios premios en la Berlinale) que no había logrado con sus dos anteriores largometrajes.

De hecho, su siguiente film, Wilbur se quiere suicidar (Wilbur Wants to kill Himself, 2002) ya sería íntegramente en inglés, hasta que finalmente resultaría felizmente absorbida por la gran industria en 2009, con An Education, basada en un guion de Nick Hornby. Este fin de semana estrena Su mejor historia (Their Finest, 2016), una película ambientada en Londres durante la Segunda Guerra Mundial que muestra el importante papel que jugaron el cine y la mujer para mantener la esperanza de la nación. El New York Times la ha resumido aseverando que “el amor y la risa fluyen con tanta naturalidad que es casi demasiado fácil olvidar que hay una guerra”, lo que permite pensar en una comedia dramática agridulce, de tono amable y andamiaje convencional, una definición que encajaría con el resto de su filmografía y que se sitúa lejos de la radicalidad que planteaban los primeros títulos del movimiento Dogma. Sin embargo, su caso no es excepción, sino regla, y veintidós años después del manifiesto, ninguno de los que se sumaron a él se mantiene fiel a sus reglas.


Pasando página

El primero, el propio Von Trier, que tras Los idiotas se embarcó en el ambicioso musical Bailar en la oscuridad (Dance in the Dark, 2000), una apología del artificio fílmico en las antípodas de las reglas del Dogma, que incluía secuencias rodadas por cien cámaras de manera simultánea. La dimensión de su figura como cineasta no ha parado de crecer al margen del famoso manifiesto, apuntalada en títulos donde siempre se ha marcado nuevos retos, como Dogville (2003), Manderlay (2005) o Melancolía (Melancholia, 2011), por citar solo algunos de los más relevantes. Su carrera, siempre polémica y desafiante, probablemente hubiera sido la misma sin necesidad del Dogma. Su cómplice en la redacción de los diez mandamientos, por el contrario, será de por vida “el director de Celebración”. No es que en la filmografía de Thomas Vinterberg falten títulos de interés, pero nunca se ha podido resarcir de la coletilla. La distópica It’s All About Love (2003), Dear Wendy (2004), que adaptaba un guión del propio Von Trier, o la magnífica La caza (Jagten, 2012), todas ellas alejadas de los preceptos del Dogma, ponen de manifiesto que su talento no ha menguado con el tiempo, aunque no haya alcanzado la relevancia de su compañero.


Peor le ha ido a otros. Tras su experiencia Dogma, Søren Kragh-Jacobsen anduvo refugiado en telefilmes y series, sin que desde entonces haya destacado en su faceta cinematográfica. Y aún más triste fue lo de Kristian Levring, el primer director danés adscrito al Dogma en cosechar críticas negativas, por culpa de The King Is Alive. Desterrado en el terreno de la publicidad durante años, el mercado internacional no volvió a saber de él hasta 2014, año en que estrenó The Salvation, un discreto neo-western protagonizado por Mads Mikkelsen, Eva Green y Eric Cantona. Lone Scherfig, por tanto, puede considerarse afortunada por haberse instalado cómodamente en la industria angloparlante. Al igual que su compatriota Susanne Bier, que llegó con un poco de retraso al Dogma, con Te quiero para siempre (Älskar dig for evigt, 2002). Fue la película número 28 que obtuvo el certificado, y ya no era una novedad filmar cámara en mano o sin añadir efectos, pero sirvió a la directora para dar el salto fuera de Dinamarca, y a partir de entonces no solo estrenó con normalidad en numerosos países (entre ellos, España), sino que además consolidó su posición en el mainstream, rodó bajo bandera estadounidense y acabó ganado el Oscar gracias a En un mundo mejor (Hævnen, 2010).


Fronteras invisibles

Por no hacer la lista interminable, la conclusión a la que se puede llegar con facilidad es que los cineastas con aptitudes han salido adelante con o sin Dogma, pero tampoco conviene menospreciar la importancia que su adscripción al movimiento ha tenido a la hora de otorgarles visibilidad, sobre todo en el contexto internacional. De hecho, el modelo sigue sin caer en saco roto, y la reunión de varios cineastas en torno a un manifiesto o una declaración de principios continúa siendo un modo de intentar llamar la atención de los medios. Volvió a suceder en 2015, aunque con mucho menor impacto, tanto por el lugar de origen del movimiento como por la nula proyección de sus protagonistas. Pero ese año, en el marco del Festival de Moscú, se presentó Toll Bar, una película de Kazajistán dirigida por Zhassulan Poshanov que, a la postre, sirvió a su actor principal, Yerkebulan Daiyrov, para alzarse con el premio a la mejor interpretación masculina, pero cuya relevancia iba más allá de su presencia en el palmarés final del certamen, ya que se trataba de la primera película fruto del Movimiento Partisano, que reúne a varios cineastas kazajos en torno a un manifiesto a favor del cine de guerrilla y sustentado en tres pilares fundamentales:

1. Presupuesto cero. Se requiere hacer la película sin presupuesto. Hay que seguir esta regla a rajatabla.

2. Realismo social. El tema de las películas será el presente, tratado de modo realista y en su vertiente social. ¿Quieres usar la vieja definición de realismo social? Hazlo, por favor. Nos gusta.

3. Nuevas formas. Rechazo de los modos estándar del cine burgués.


Sí, parece un Dogma resumido y adaptado, y si dos años después nadie ha oído hablar más del movimiento es porque su repercusión fuera del país ha sido mínima, lastrada por la carencia de premios de prestigio de las películas realizadas según los preceptos de esta corriente que aboga por un cambio en los contenidos antes que en los modos de narrar y se inspira de manera directa en los angry young men británicos de los años cincuenta, es decir, el Free Cinema, ya que en su texto fundacional citan expresamente a Tony Richardson, Lindsay Anderson y Ken Loach. En Toll Bar los actores trabajaron gratis, se rodó con cámaras prestadas y el coste total de producción fue de quince mil dólares, correspondientes casi en su totalidad a transporte y comidas. Poshanov, que anteriormente había trabajado según el régimen de producción industrial convencional en Zhel Kyzy (2010), escogió un suceso real para ofrecer una mirada muy personal sobre algunas de las cuestiones candentes en su país, como la lucha de clases. Aunque sin un Von Trier capaz de concentrar las miradas los partisanos lo tienen difícil, están convencidos de que su trabajo es necesario. “No pensamos en los festivales, sino en la gente de nuestro país, que sufre a diario los problemas que mostramos en las películas”, declaraba Poshanov. “Solo estamos señalando lo que ocurre. Es muy importante para nosotros comunicarnos con la sociedad mostrando lo que sucede sin tratar de maquillar la realidad. Por eso no queremos depender del gobierno, sino hacerlo a nuestra manera, para después no tener que rendir cuentas a nadie”. Es la diferencia entre fundar un movimiento cinematográfico de resistencia y otro cuyo objetivo fue, desde el principio, desfilar por las alfombras rojas de los cinco continentes.

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