Hace mucho, mucho tiempo, existían unos lugares llamados discotecas a los que la muchachada acudía para festejar la vida y menear el bullarengue hasta altas horas de la madrugada. También se celebraban unos eventos conocidos como verbenas en las que se hacía lo mismo, pero al aire libre y con cantantes que versionaban indistintamente a Chenoa y Maná. Aunque parezca increíble, años atrás yo pertenecía a esa cohorte poblacional de jóvenes que participaban en dichos acontecimientos. Bien, pues en cada una de estas incursiones, en cuanto el reloj pasaba de las 03:30, una amiga mía, a la que llamaremos, por ejemplo, Marilia para preservar su intimidad, se empeñaba en invitarme a un chupito del garrafón más infecto que estuviera disponible en la barra. Era algo automático, como un resorte de exaltación alcohólica de la amistad que se activaba antes de que la velada entrara en su fase de decadencia absoluta. Y yo, arrastrada por la euforia festiva, decía que sí. “Se nos ofreció y accedimos”. Por supuesto, al día siguiente cada esquina de mi organismo se arrepentía de la decisión. Pero ya era demasiado tarde, esa dosis de veneno etílico me tenía emponzoñada y hecha una bola en el sofá. Esta liturgia, completamente innecesaria y compulsiva, se repetía salida nocturna tras salida nocturna a pesar de tener claro que sus consecuencias serían nefastas. Pero el impulso de la gratificación instantánea, del placer fugaz y autodestructivo estaba ahí.
Algo similar me sucede aproximadamente una vez por trimestre cuando, de forma inesperada, alguna hormona desata en mí la necesidad de engullir una de esas hamburguesas baratujas confeccionadas con suela de zapato y carne de rata de cloaca y acompañada de queso de silicona y patatas medio crudas. Diez minutos de goce ultraprocesado y una malísima digestión acelerada ¿Sé que esa comida va a hacerle pupa a mi tripita? Sí. ¿Consigo resistirme a hacer la comanda? Pues pocas veces. Y también soy consciente de que estar mirando Instagram junto antes de irme a dormir me va a dificultar todavía más el sueño. Pero ahí estoy yo, insomne residente instalada en el autoengaño y fingiendo que hago scroll para desconectar de las preocupaciones del día y relajarme. Pues no, cariño, estás ahí mirando el haul de bikinis de la novia de Kiko Matamoros porque eres una mamarracha sideral. Y mañana vas a estar con unas ojeras del tamaño de la ampliación del puerto de València.
Todos estos hábitos nefastos, estas pequeñas rutinas que me hacen daño, pero que sigo replicando como un autómata mal programado me venían a la menta hace unos días a raíz de una conversación sobre cómo nos lanzamos en masa a retuitear y comentar indignamente la enésima boutade de Ayuso, el ama de llaves de Rebeca que al parecer se llama Rocío y demás patulea de ultraderecha. Sabemos que la mitad de las chorradas que sueltan ante cualquier micro que tengan adelante (a pesar de lo silenciadísimos que están por los grandes medios de comunicación) tiene el objetivo primordial de azuzar nuestras bajas pasiones. Por una parte, porque así demuestran a sus simpatizantes lo chulos que son, “vamos a cabrear a los progres”; por otra, porque al concentrarnos en la penúltima provocación llena de odio dejamos que marquen la agenda del debate social. Los asuntos que de verdad importan, que tienen un efecto real en nuestras trayectorias vitales quedan opacados por la necesidad de confirmar en qué ciudad se sirven las mejores cañas. Epata, epata, que algo queda.
Y ahí vamos todos, como polillas hacia la luz, cacareando cada comentario absurdo, cada salida de tiesto, cada ocurrencia patética. Atrapados en ese gustirrín autodestructivo. Yo la primera, ¿eh?, esto es un mea culpa como una catedral. Me sulfuro, hago un tuit con gracieta mordaz incorporada y me voy a la calle a malvender mi fuerza de trabajo creyendo que ya he hecho mi parte para derrotar al fascismo. Tralarí, tralará. La sátira puede ser (es) una herramienta de combate maravillosa contra los abusos del poder, ya lo sé, que, como diría Paquita Salas, “la chica se ha hecho cursos”. Pero si nuestra única reacción ante el avance del autoritarismo es el humor, el lol y el zasca, acabamos cayendo en el inmovilismo. Señalamos con ingenio las costuras del sistema y ya con eso nos damos por satisfechos. Y mientras compartimos enardecimiento y parodia colectiva, el horror auténtico va instalándose como un runrún de fondo al que no prestamos mucha atención. Los perpetradores de todas esas patochadas fascistoides saben perfectamente qué botones tocar para agitar nuestras bajas pasiones. “Mira la última chorrada de esta tipa, madre mía”. A ver qué era si no el muro de Twitter de ese señor ahora caído en el olvido llamado Donald Trump. Casito, casito, casito. Provocar para amplificar su mensaje, para convertirnos en involuntarios altavoces del odio ultra. Todo está en Los Simpson, también la pegadiza cancioncilla “A los monstruos no miréis”.
Me gustaría poder contaros que Susan Sontag habla de todo esto en su ensayo Fascinante Fascismo, pero todavía no me lo he leído porque estaba demasiado ocupada viendo memes de VOX. Muy mal, hija, yo no sé cómo me he echado tantísimo a perder, con la cantidad de gomets rojos y SM de Súper Mayorona que me ponían en preescolar.
Pero no quiero caer tampoco en el derrotismo y asumir que todo está perdido y que en unos meses iremos vestidos con camisas pardas (un color que, además, a mi tono de piel le va fatal). Así que vamos a acabar esto con una nota de esperanza. En las últimas incursiones festivas, esas de la era pre-covid, yo ya había aprendido a contenerme y rechazar el chupito intempestivo de Marilia. A base de terribles despertares interioricé que esos instantes de efervescencia espirituosa no compensaba el dolor de cabeza del día siguiente. De hecho, hasta comencé a alertar al resto de nuestras acompañantes del peligro que corrían al ingerir esa cicuta de alta graduación unas horas antes de volver a casa. Asumamos que esos mililitros de vodka marca blanca son a mi sistema sanguíneo lo que las majaderías de Ayuso al debate democrático (es decir, un chute de jolgorio con terribles efectos). Siendo así, quiero pensar que si he logrado resistirme al hedonismo maldito de ese traguito de veneno, podré contenerme para dejar de hacer sistemáticamente bromas online sobre franceses borrachos que visitan museos en libertad, sobre encontrarse a un ex en una terraza o sobre la chorrada que toque en los próximos tres días. Os prometo que lo estoy intentando, pero la carne es débil y las endorfinas del impulso tuitero, un pelín adictivas.