VALÈNCIA. Constanza de Hohenstaufen, emperatriz de Nicea en el siglo XIII, acabó siendo una de las mujeres más ilustres de nuestra comunidad por una vinculación que va más allá de la historia para convertirse en algo claramente personal. Una de las obras de Vicente Blasco Ibáñez, el escritor valenciano más importante de todos los tiempos, recogía al inicio de su obra Mare Nostrum la leyenda de esta mujer: “Sus primeros amores fueron con una emperatriz. Él tenía diez años y la emperatriz 600”.
La historia de Blasco Ibáñez está protagonizada por el capitán Ulises Ferragut que nace en Valencia, hijo de un notario y tiene como padrino a un poeta. Es un niño soñador, imaginativo, enamorado de una emperatriz griega, Doña Constanza y visita asiduamente la Iglesia del Hospital de Valencia, en donde ella yace: “Lo primero que buscaban sus ojos en la capilla de Santa Bárbara era una arca clavada en la pared a gran altura, un sepulcro de madera pintada, sin otro adorno que esta inscripción: “Aquí yace doña Constanza Augusta, emperatriz de Grecia”.
Constanza era la hija del gobernante más poderoso de Europa, Federico II de Hohenstaufen, Rey de Sicilia, que por las alianzas típicas de aquella época quiso casarla cuando sólo tenía 14 años. Lo hizo, nada más y nada menos, que con Juan Ducas Vatatzés, emperador de Bizancio. Él tenía 50 años, es decir, 36 más que ella, un auténtico anciano para aquel siglo. Poco tiempo duró el matrimonio y Constanza fue pedida por Miguel Paleólogo, reconquistador de Constantinopla. Gracias a su hermano Manfredo, convertido ya en rey de Sicilia, volvió a su patria. Ninguna noticia pudo ser más horrible para ella cuando llegó a su país natal: su hermano Manfredo había muerto en la Batalla de Benevento. Fue entonces cuando comenzó la primera huida de Constanza que se marchó junto a su cuñada y sus sobrinos a Lucera, a un castillo en el que les protegían los sarracenos. Así se conocía a los árabes o musulmanes que habían sido fieles a su padre en aquella época.
El castillo fue atacado y la familia de Hohenstaufen se vio mermada: la cuñada murió tras cinco años de retención y angustia. A Constanza la dejaron libre tras no representar un claro peligro para la nueva dinastía. Constanza, al ser viuda de Juan Ducas, poseía tierras en Anatolia pero el dinero que le generaban no llegaba nunca. Además, el hijo de Ducas le perseguía para reclamar su parte de herencia, así que la emperatriz decide embarcarse hacia Valencia. Allí comenzará su vida valenciana.
Constanza se instalará en el desaparecido Palacio del Real de Valencia y allí vivirá y lo regentará. Serán muchos los reyes que vayan a visitarla. Cuenta la historia que cuando llegó a Valencia sólo tenía como equipaje un trozo de la roca de Nicodemia, un objeto que era más bien una reliquia y que, según cuenta la leyenda, se convirtió en agua para el bautismo de Santa Bárbara.
Tal y como cuenta el historiador medievalista Vicent Baydal, un buen día, Constanza paseaba cerca de la iglesia de San Juan del Hospital y su caballo pareció hacerle una señal hacia el suelo. La emperatriz bajó, rascó la tierra y encontró una imagen de Santa Bárbara que se llevó a casa y lavó. Esa agua limpiadora la utilizó para bañarse a ella misma y de esta forma, milagrosamente, su cuerpo que acogía el temible mal de la lepra, sanó.
Hasta los 77 años Constanza vivió en el Palacio Real que ahora ocupan los Jardines de Viveros. Como gesto de gratitud a la santa, Constanza construyó una capilla en la iglesia de San Juan del Hospital dedicada a ella. También ella quiso que su cuerpo descansara en ese espacio sagrado. Murió el 15 de abril de 1307 y todavía hoy puede verse la inscripción: "Aquí yaçe Doña Gostança Augusta, Enperatriz de Greçia".