MURCIA. Hablábamos hace unas semanas de La seducción de los inocentes, el libro que supuso un gran golpe de timón a la industria del cómic estadounidense. La obra se quejaba de que los tebeos inducían a los críos a ser a homosexuales, cometer crímenes y a las chavalas a no querer hacer las tareas del hogar y ser todas una panda de lesbianas. Los delirios de Fredric Werthman, su autor, triunfaron entre las familias de clase media biempensantes, llegaron al Congreso de Estados Unidos y se estableció la autocensura en el mundo de las viñetas. El código. Cualquier tipo de desbarre estaría muy limitado y dentro de los límites de la moral. Hasta aquí el capítulo uno.
El segundo hemos de seguirlo en los campus de las universidades americanas. Entonces, la juventud no luchaba contra el último resquicio de racismo, colonialismo o machismo, sino que lo hacía contra una sociedad autoritaria. La propia libertad de expresión estaba restringida por los códigos morales y la liberación sexual que promovían dentro de una revolución individual no tenía cabida. En lo que se llamó la prensa contracultural se canalizaron sus desvelos como expresión alternativa a los medios convencionales. La viñeta, este canal, fue una forma de expresión de primer orden. Todo es posible dentro de una, sigue siéndolo, de hecho, y en aquel momento funcionó como una genuina vía de escape.
Un personaje que comentamos hace unas semanas fue Trashman, la creación de Spain Rodríguez, un superhéroe radical de izquierdas, su autor era un motero hijo de un español emigrado, una persona de orden, pero profundamente antirreligiosa. El superhéroe luchaba contra el fascismo de una distopía desde sus ideales antimilitaristas, los que tenían más auge en una época en la que el ejército que estaba en Vietnam era de leva. También comentamos la obra de Rand Holmes, que vivía en una comuna y dibujaba cómics para subsistir. Su obra más recordada es La cocaína de Hitler, sobre una misión que intenta recuperar un cargamento de farlopa destinado al führer. Otros nombres como Shelton o Crumb no necesitan ser comentados.
En España, la lucha contra una sociedad autoritaria era mucho más patente que en Estados Unidos. La costumbres sociales estaban acentuadas por una dictadura de moral católica que llegó a presentar extremos integristas. La entrada del rock and roll y las drogas lo fueron también del hedonismo, que antes de ser sustituido por el conformismo fue un arma indirecta muy importante contra los ambientes represivos que tenían que soportar los jóvenes desde su familia al colegio pasando por la mili y, en la misma sociedad del día a día, del "no sabe con quién está hablando usted".
En abril de 1972, la editorial Fundamentos publicó el primer número de la revista Zap Comix de Robert Crumb. Hubo que redibujar la viñetas para adecuarlas a la censura de la época. Un año después, en septiembre del 73, ya apareció en Barcelona El Rrollo Enmascarado, una publicación salida del ambiente de Las Ramblas con firmas como Nazario, Max o Mariscal, que tuvieron luego trayectorias bien distintas. Justo en el momento de salir, la publicación fue secuestrada por las autoridades por atentar contra la moral pública. Tuvo que pasar un año más hasta que en abril del 74 la obra pudo ser difundida. La buena recepción que tuvieron las viñetas dio lugar a muchas más publicaciones, como la revista Catalina, también amonestada por la justicia, y la revista Star.
Editada por Producciones Editoriales, Star pasó desapercibida a la censura porque la empresa que la sacó no lanzaba productos sospechosos o conflictivos. Ahí es donde más difusión tuvieron Shelton y Crumb. En sus páginas, se escribió abiertamente sobre el consumo de drogas. La música a la que se hacía mención ya no era de hippies, empezaba a ser el incipiente punk. Su historial de multas también fue generoso. El número con Hitler en la portada tranquilamente en el salón de su casa con su pareja, de Miguel Farriol, les costó una multa de 100.000 pesetas. Y la pregunta es por qué, a ese dibujo le serían más aplicables leyes anti-nazis que las fascistas de ese régimen. La número 7, de contenido punk, 150.000 pesetas. La 13, con el gato Fritz de Robert Crumb, secuestrada. Parece que tras la denuncia de un padre de familia que se la había comprado a su hijo pensando que era un tebeo infantil y se llevó una sorpresilla. Con el número 15, en 1975, se logró el cierre.
La clave llegó tras la muerte de Franco con una época en la que todo lo que se pudo decir, se dijo. Los dibujantes españoles tenían horror vacui hasta en el dibujo. Sus intereses estaban muy apegados a la calle, a la marginalidad. A los desechos sociales que habían sido rechazados por sus familias y no encajaban se mirase por donde se mirase en los rígidos esquemas heredados de la dictadura, pero tampoco en el mundo que se empezó a levantar con leyes democráticas.
El espíritu de liberación sexual trajo mil y una formas de hablar de sexo, machistas la inmensa mayoría, pero también tuvieron su espacio los homosexuales, el gran tabú de ayer e incluso todavía de hoy para muchas personas. Un dibujante, Ivà, que estaba en la elite del humor gráfico, también tenía personajes, como su Makinavaja, que estaba inspirado en las historias que escuchó y el mundillo que conoció cuando llegó a Barcelona y vivía en una pensión. Mucho más lejos aún llegó el Makoki de Gallardo.
Butifarra!, Nasti de Plasti, Rock Comix... las cabeceras brotaron como setas hasta la llegada de El Víbora, que fue la gran piedra angular de todo. En 1983 llegó a tener ventas de 50.000 ejemplares mensuales. Desapareció en 2005, un año antes había cumplido 300 números. Tuvo épocas diferenciadas, acorde al paso del tiempo, pero todas ellas iconoclastas y con la puerta abierta a todo el que tuviera algo que decir en cualquier parte del globo.
Ni en el cine, ni en las series, ni mucho menos en los programas de televisión o en el periódico podías encontrar esa expresión visceral. Esa forma de pensar de gente de otros países y otro tiempo que coincidía con la tuya. En sus viñetas aprendía a cuestionárselo todo, a no tomarse en serio a nadie y no tener miedo de romper corsés sociales. Todo tiempo pasado fue anterior, hoy con las nuevas tecnologías no hay nadie que tenga la necesidad, la ansiedad, de encontrar espacios alternativos, diferentes a lo establecido por decreto. En ese aspecto hemos mejorado, aunque también lo han hecho los censores y los autoritarios. Mucho más avanzados, sofisticados y camuflados. Por eso hemos llegado a un momento en el que cabe preguntarse quiénes arriesgaron más, si los transgresores del pasado, en dictaduras y sociedades represivas, o los actuales y los que están por llegar que, por definición, no tengan como principal premisa de su obra caerle bien a los demás.