Imagine un mundo paralelo distópico, en el que las guerras fueran rápidas, sin armas y sin violencia. Donde los civiles fueran el ejército sin siquiera saber que están siendo utilizados para ella. Sin enterarse de que estuvieran en guerra. Donde no hubiera invasores ni invadidos, ni malos ni villanos. Y donde todos fueran buenos. Donde no sufrir y sentir pánico, fuera más importante que morir. Donde la muerte viniera de un beso en la cara o un estrechar de manos de un amigo, en lugar de un disparo de un enemigo. Donde la gente entretuviera “luchando” cómodamente en su casa viendo series de Netflix y comprando por Amazon su propio Satisfayer.
Un mundo perfecto. Un mundo feliz.
Bien, ese mundo es real y China está muy cerca de ganar la tercera guerra mundial.
Si algo ha puesto de manifiesto la crisis del COVID-19, es la escasa capacidad de Europa (y sobretodo de los pueblos latinos de Italia y España) de hacer frente a situaciones drásticas con medidas drásticas. En el caso de Italia, por no tomarse la población las normas del gobierno en serio.
Pero en España es algo diferente: por la ineptitud y mediocridad de su clase política. Tanto les tiembla el pulso para aplicar un 155 como para mandar a la población a su casa por su propia prevención y salud. Escasez de liderazgo, cobardía, autocomplacencia, o ese histórico complejo, típicamente español, de tener miedo a quedar mal con alguien, disfrazado de interés de quedar bien con todos.
El español y el italiano medio tienen mucho en común: pero los españoles, en especial, tienen miedo al conflicto, a decir que no, a marcar lindes y criterios claros, así como mucha imprecisión, aproximación, falta de rigor y escrupulosidad. Un interés excesivo por causar buena impresión, buscar el reconocimiento yendo a lo fácil e inmediato, priorizando las emociones fáciles y el hacer sentir cómodas a las personas, renunciando al rigor para no causar fricción.
A ambos pueblos, además, les cuesta no dar dos besos, no irse de manifestación, no reunirse alrededor de una buena comida, no frecuentar locales de fiesta y terrazas, no juntarse y socializar. Les cuesta ver el riesgo y peligro cuando éstos son intangibles y no inmediatos. Son cortoplacistas: buscan la recompensa cercana y les cuesta aplazar el impulso del momento en pro de un beneficio que no pueden ver delante de sí mismos. Prefieren improvisar a hacer el esfuerzo cognitivo necesario para planificar algo en abstracto. Tienen miedo a tener miedo. Defienden ideales nobles como el Quijote, pero son narcisistas, orgullosos, y autocomplacientes. Prefieren quejarse a valorar oportunidades: reírse irónicamente en lugar de tomar en serio las cosas. Cuestionar las normas en lugar de acatarlas. Hasta se consideran 'guay', en la medida en la que puedan beneficiarse de burlar la ley. Y cuando todo esto se les cae, viene el drama latino.
Imagine ahora un virus que castiga selectivamente a aquellas personas con hábitos de vida derivan de esas características personales recién mencionadas. El COVID-19 se considera un “Virus Social”. Afecta a aquellas personas que tienen muchos contactos físicos: en Italia llama la atención la gran cantidad de políticos infectados.
Y mientras China declaraba ayer solo doce contagios, Italia declaraba más de dos mil.
Los chinos no dan la mano, no se besan, hacen reverencia, tienen apenas vida social. No salen de fiestas y aperitivos por terrazas y bares. Y cuando se les dice lo que tienen que hacer, acatan las normas. No necesitan “ir de puntilla” por si eso “sienta mal” al prójimo. El bien común es más importante del individual. Poseen consciencia colectiva, visión y pensamiento sistémico: piensan como si el colectivo fuera una entidad única. Además, tienen tecnología y educación para leer el Big Data y han renunciado desde hace tiempo al “derecho a la privacidad individual” en pro de la “oportunidad de crecer como conjunto”. Por eso supieron aislar el COVID-19 y reducir su agresividad.
El COVID-19 pone de manifiesto que el estilo de vida occidental europeo es obsoleto, que nuestros hábitos son nuestro mayor enemigo. Que como la armada naval que perdió en Trafalgar, o el ejército de los Borbones con Garibaldi, nos hemos convertido en acomodados, fofos y pesados: no tenemos agilidad para cambiar nuestro foco. Y que nuestro propio orgullo, y autocomplacencia, nos llevan a resistirnos a los cambios necesarios.
China gana la guerra de la supervivencia como estructura social. Por ser una sociedad más organizada, ordenada y disciplinada. A eso hemos de añadir nuestro anclaje a estructuras de pensamientos lineales, frente a la visión tecnológica de los orientales: todavía no sabemos implementar ni sacar partido a las métricas del Big Data y sus aplicaciones: no entendemos que ciertos fenómenos, hoy en día, hay que entenderlos antes desde modelos matemáticos que desde el contexto real donde se expresan.
China le ha ganado al COVID-19 por sus matemáticos, no por sus médicos. Por su sistema educativo, no por su sistema sanitario.
En un mundo donde la viralidad atiende más a patrones matemáticos estudiados en redes sociales en lugar de los cánones clásicos de atención sanitaria, queda difícil entender que parar la cadena de contagios colectivos (criterio matemático), sea más importante que prevenir o curar a los infectados como individuos (criterio sanitario). Que cada uno tiene una “Responsabilidad Social Ética” en no convertirse en un eslabón de esa cadena: que permanecer en casa no es para no infectarse, sino para bloquear la viralidad. Para no convertirse en un portador más. Que si cada día dos personas contagian a otras dos, y ninguna autoridad declara aislamiento, al final de 15 días habría sesenta y cinco mil contagios. Y al final de treinta días, mil millones.
Nuestros políticos están mostrando en esta gestión una gran mediocridad en el manejo de modelos sociológicos. Sus gabinetes tal vez sean obsoletos. Tal vez se hayan quedado atrapados en una red clientelar que no es capaz de hacerles ver sus limitaciones. O tal vez estén condicionados en exceso por poderes fácticos de colectivos y lobbies con planteamientos arcaicos. O tal vez no manejen todavía la adecuada tecnología.
Pero es hora de que nos demos cuenta de que las reglas del juego han cambiado. El COVID-19 nos está diciendo que ya no somos el primer mundo. Si queremos sobrevivir a esto, necesitamos desarrollar modelos más ágiles de toma de decisión, basados en una visión de entidad colectiva en lugar de funcionar como un simple conjunto de individuos. Y la educación, el liderazgo valiente, y la disciplina colectiva son clave para la supervivencia.
Roberto Crobu es psicólogo y coach