España es un estado donde el centralismo es fractal. Es un estado de centralismo fractal y centralidades no asumidas.
La intersección de la crisis institucional y la crisis territorial de las que no hemos salido ha derivado hacia el conflicto que dará un paso más en las elecciones catalanas de hoy. Pero no se trata solo del encaje de Catalunya en España o su independencia. La crisis territorial tiene muchas otras derivadas demasiado olvidadas.
En esencia puede que estemos viendo un conflicto caricaturizado entre dos visiones radicalmente distintas sobre España. Una de ellas la imagina como un estado unitario, homogéneo y centralizado. La otra desea que sea un país diverso cultural y geográficamente, heterogéneo y territorialmente equilibrado. Es una caricatura y como toda caricatura resalta solo lo más evidente. Pero algo de verdad hay en ella.
Parte de los que desean esa España diversa y territorialmente equilibrada suelen ver a Madrid como el paradigma de ese núcleo de la máquina del centralismo. La traslación desestabilizadora del proyecto jacobino, la copia desafortunada del modelo francés con toda la infraestructura de comunicaciones en forma radial al servicio del centro. ¿Pero, ejerce de verdad Madrid de súper-capital? ¿Es la escala estatal la única escala donde vence la fuerza centralizadora?
El argumento que intento poner sobre la mesa es doble: en primer lugar, el centralismo se repite en España de manera fractal en todas las escalas territoriales, desde la nacional a la municipal; en segundo lugar las capitales de esas centralidades no ejercen en ningún caso, de manera estructurada, su centralidad. Ejercer una capitalidad es algo más que concentrar recursos, actividades y personas. Supone liderar las políticas y los proyectos en su área de influencia en colaboración con aquellos que forman parte de ella.
El centralismo tiene dos dimensiones: la económica y poblacional, es decir la mayor densidad de actividad y personas en los puntos centrales; y la de la concentración de recursos públicos, inversiones e infraestructuras. Las dos dimensiones están ligadas pero a velocidades y en direcciones distintas. La política de inversiones e infraestructuras puede ir dirigida a reforzar centralidades, como el caso de la mencionada política de comunicaciones o a distribuir dichas centralidades como puede haber pasado en la política de creación de universidades a lo largo y ancho de todo el territorio.
Hay países donde las sedes institucionales y las infraestructuras de importancia nacional están muy distribuidas como en EEUU o Alemania. Hay otros países donde están muy centralizadas como en Francia o en España. Hay países donde la actividad económica y la población están muy concentradas en un centro, como en Austria, Finlandia o Hungría. Y otros donde está distribuida como en Australia, Italia u Holanda.
En España la actividad económica y la población están relativamente distribuidas en dos ciudades (áreas metropolitanas) globales, otra área metropolitana importante (València) y ciudades grandes como Sevilla, Zaragoza y Málaga junto a otras zonas muy densas. La política de recursos públicos e inversiones pese a tener efectos centrífugos y centrípetos ha favorecido en mayor medida la capitalidad de Madrid.
Esa misma centralización de recursos se repite también de manera fractal. Las capitales autonómicas concentran, con honrosas excepciones, la mayoría de las instituciones e inversiones y las capitales provinciales están artificialmente hinchadas por el peso del sector público.
Madrid es pues la súper-capital de España, València reúne casi todas las instituciones de la Generalitat Valenciana y Alacant, en detrimento de Elx, chupa todos los recursos públicos de la provincia.
Lo curioso es que en los tres casos que pongo de ejemplo, las capitales forman parte de un tejido económico distribuido y no ejercen de manera decidida su capitalidad, más allá que en cuanto a la absorción de recursos públicos. Y no ejercen su capitalidad por la ausencia deliberada de una política territorial que tenga en cuenta las viejas escalas y las escalas emergentes de la nueva economía —el barrio como el espacio de la cotidianidad, el área metropolitana al ser la dimensión de la ciudad real como unidad económica, y la megaregión como el lugar de los intercambios comerciales y las grandes infraestructuras—. Su renuncia a ser capitales tiene por consecuencia la inexistencia de políticas de vertebración y de gestión conjunta de servicios. Ni València se ha creído nunca cap-i-casal ni Alacant ha actuado nunca como cabeza de un área funcional con un millón de habitantes.
Madrid, señalada con el dedo por aquellos que denuncian el centralismo de España se ha dedicado a engullir de manera pasiva los recursos públicos y a liderar forzosamente una Comunidad Autónoma que en realidad es un área metropolitana. Sus grandes instituciones públicas miran demasiado poco más allá de su término municipal o como mucho de sus Castillas cercanas. Al mismo tiempo, se da la paradoja que la alternativa territorial que plantea la Catalunya independiente sea todavía más centralista con una Barcelona todavía más súper-capital.