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EL PASPARTÚ

Breve elogio del libro

10/03/2020 - 

VALÈNCIA. Me cuesta mucho digerir cuando alguien se ufana de no leer nunca o casi nunca. Sobre todo, me da una pena infinita al pensar cuánto le debo yo a la lectura y al objeto libro, y al caer en la cuenta que hay otras personas privadas de la lectura por factores externos o que se privan de ella de manera voluntaria. Reconozco que admiro profundamente —resulta mucho más sano admirar que envidiar, si es que ambas no son la misma cosa vista desde ángulos distintos— a los países que cuentan con un mayor índice de lectura entre su población; y no porque la experiencia lectora o la erudición libresca nos convierta en buenas personas —si es que eso significa algo— sino porque la lectura nos abre de par en par las puertas a nuevos códigos culturales que desconocíamos, a otras miradas, a ponernos en otras pieles o a calzarnos otros zapatos, aunque a veces nos aprieten y nos hagan retorcer; a ganar en libertad y en pensamiento crítico; a dudar de las verdades absolutas y de la rectitud impuesta, consuetudinaria —como decía el poeta Jesús Lizano, “se pierden todas las líneas rectas (…) a mí me gustan las personas curvas”—; a apercibirnos de lo rígidas que son las cadenas que nos constriñen. Restándole gravedad al asunto el acto de leer oxigena la mente, nos evade a otras realidades, a otros mundos que son posibles; nos aboca a un divertimento cómplice con los juegos del lenguaje —tanto gráfico como escrito—, nos proporciona temas de conversación ¡hasta para coquetear!… y es, además, un pasatiempo que nos ofrece horas y horas de entretenimiento a un precio asequible e incluso de manera gratuita. Nótese que voy a entremezclar aquí el elogio al libro y a la lectura indistintamente e intúyase que es posible que esta no será más que la primera parte de una serie de artículos que no acabe nunca.  

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Alguien me dijo una vez que el acto de regalar un libro es el mayor de los halagos. “¡Que no sea un libro! ¡que no sea un libro!”, cantan riéndose mis sobrinos, desde hace casi veinte años, antes de abrir sus regalos de cumpleaños. Y siempre lo son y, casi siempre, ilustrados. ¿Que por qué ilustrados? porque el regalo es doble, claro. Es en un libro en el que la ilustración no traslada lo que dice exactamente el texto —en una efectista pero torpe redundancia— cuando se ofrece una segunda lectura que lo enriquece; una segunda voz surgida de la digestión del ilustrador tras haber dialogado con el escritor —de manera literal o figurada—, interpretando la palabra escrita, retorciéndola, mutándola bien por añadidura de nuevas capas de significado, bien sintetizándola y desvistiéndola de todo lo accesorio. Del mismo modo en que no leemos dos veces el mismo libro —dependiendo de los códigos culturales y las experiencias aprendidas entre una primera lectura y su relectura tiempo después— e incluso según sea nuestro humor en ese momento, uno no lee, por ejemplo la misma Metamorfosis según la ilustren autores tan diferentes entre sí como Luis Scafati (Libros del Zorro Rojo, 2004), Antonio Santos (Nórdica, 2015), Manuel Marsol (AstroRey, 2015) o Aitana Carrasco (Sembra Llibres, 2016). Unos más literales, otros más metafóricos, unos más realistas, otros más expresivos, que influyen de manera decisiva a la comprensión y la evocación del texto según sea la intención, el análisis o la personalidad del dibujante. De hecho, incluso los hay quienes deciden respetar la voluntad de Franz Kafka —“El insecto en sí mismo no debe ser dibujado. Ni siquiera se le debe ver desde lejos”, en carta a su editor de 25 de octubre de 1915— y otros que no se resisten a semejante tentación.  

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Como cada año, he acudido a la Feria del libro antiguo y de ocasión, que se celebra en la Gran Vía Marqués del Túria hasta pasada la fiesta de las fallas. Husmeo como un sabueso buscando esa joya oculta en las estanterías de librerías maravillosas como El Cárabo —lamentablemente desaparecido de su local físico del centro, ahora reconvertido en cafetería—, Auca Llibres, El asilo del libro, o la madrileña Llera Palacios, entre otras, en las que siempre acabo adquiriendo algún ejemplar incluso fuera del período ferial. Y es que las librerías de lance ocupan un lugar fundamental en la psicogeografía de mi mapa mental de la ciudad. Este año —en mi primera prospección— he dado con dos libros estupendos: Máscara y rostro en el arte popular, del coleccionista y divulgador Juan Ramírez de Lucas (1981) y Arte mural. La ilustración, del dibujante argentino Luis Seoane (1974). Cabrá acudir una o dos veces más, dejando un tiempo prudencial para que repongan los huecos con nuevas obras que aguardan una segunda vida. Las librerías de viejo son como el recoveco de una sima oceánica en donde se depositan todas los mensajes lanzados al mar dentro de una botella.

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A menudo, los libros, se nos parecen. A veces son un reflejo de quiénes somos; otras, de quiénes querríamos ser; otras de quiénes creen que somos o que querríamos ser aquellas personas que nos los regalan —incluso de quiénes querrían que fuéramos o que quisiéramos ser—. Y es cierto que cuando alguien me regala un libro, este pasa a ser inmediatamente “el libro que me regaló mi tío Juan, aquel verano en Cartagena”, “el que cogí de casa de mi abuela Esperanza”, “el que trajo a casa Causarás, el representante editorial cuya mujer se llamaba Libertad”, “el que leía mi hermana Mabel en segundo de filología”… El objeto libro pasa a evocar el recuerdo; a tener el rostro de estas personas. Quizás es por ello que, en una especie de cursilería animista, de respeto reverencial, acaricio con suavidad y ceremonia el lomo de un libro una vez depuesto en su estante, después de abrirlo —nunca más de cuarenta y cinco grados si no me pertenece— y oler enérgicamente su interior.

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El pintor y profesor edetano José Manaut Viglietti en una de sus acciones militantes por la alfabetización de los campesinos y los obreros de la España republicana, dentro de las “misiones pedagógicas” llevadas a cabo por la entidad llamada “Cultura popular” —de la que fue secretario general una vez trasladada a València, durante la capitalidad de la Segunda República— ideó la construcción de pequeñas bibliotecas portátiles, a modo de mochilas, con las que acudir a las trincheras para leer a los soldados y proporcionarles formación cultural, información y entretenimiento. Además de su enorme papel y su compromiso como pedagogo, Manaut será recordado siempre como el gran ilustrador de la vida diaria en las cárceles españolas durante la guerra civil, gracias al cual conservamos un privilegiado testimonio gráfico, hoy repartido entre la Universitat de València y la Universidad Carlos III de Madrid

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