VALÈNCIA. Llegó la quinta temporada de Black Mirror (pueden verla en Netflix) y sucedió lo que nunca le debería haber sucedido. Lo que ninguno de sus seguidores querríamos haber visto nunca. Que la serie que antes era un acontecimiento, la que marcó un antes y un después y acaparó conversaciones y análisis, se ha convertido en una del montón. Una serie más. Entretenida (eso siempre lo fue), pero intrascendente (eso no lo fue jamás). Su nueva temporada sirve para pasar el rato, tres horitas ligeras sin muchas exigencias, pero ya no te hace pensar. No te obliga a mirar el mundo de nuevo, como sucedía tras el visionado de gran parte de los capítulos de las anteriores temporadas, ni a reflexionar sobre las implicaciones de dar un like en twitter o utilizar el gps.
Bandersnatch ya era un poco así, intrascendente, lo sabemos, pero con la cosa de la interactividad y la tontería de que podíamos ir p’atrás y p’alante, jugar con las tramas y buscar varios finales no nos pareció tan grave. Era un experimento, en plan “probemos a ver qué pasa y cómo funciona el invento” y todos jugamos encantados. Un buen divertimento que se iba a quedar en ese capítulo. Pero no ha sido así y esta nueva entrega no deja lugar a dudas: acabó el experimento, pero la intrascendencia sigue. Y ahora Black Mirror es un divertimento.
Que a ver, que ser un divertimento no es malo, ¿eh? Que además de una palabra preciosa es un objetivo bien noble para un creador ese de mantenernos entretenidos durante un rato. RAE: “Divertimento: obra artística o literaria de carácter ligero, cuyo fin es divertir”. Mil gracias a quienes se dedican a divertirnos y lo consiguen, el mundo es muchísimo mejor gracias a esas personas y les debemos mucho.
Lo que pasa es que la serie de Charlie Brooker y Annabel Jones era mucho más que eso. Era entretenida, ya lo hemos dicho. Y no tengo la menor duda de que hay mucho de divertimento en el espíritu y la forma en que está creada. Seguramente para sus autores, muy especialmente para Brooker, que es quien idea los argumentos y escribe los episodios, es una fuente de diversión: le encanta jugar con nuestras expectativas, sorprendernos y desafiarnos de forma traviesa y lúdica. Pero es que la serie también era profunda, provocadora, impactante, compleja, reflexiva, novedosa. Y con efecto a largo plazo.
Black Mirror es ese tipo de ficción que se disfruta enormemente cuando se ve, pero que además gana cuando se recuerda. Y se recuerda mucho. Se queda fijada en nuestra memoria. Constantemente (puede que haya que añadir desgraciadamente) evocamos Black Mirror en nuestra vida diaria ante determinados usos de la tecnología o cuando sentimos inseguridad (o sea, muchas veces) frente a un mundo cada vez más tecnificado y menos controlable y comprensible. “Esto parece Black Mirror” es una frase de uso cotidiano.
Imposible olvidar su carta de presentación, aquel primer capítulo titulado El Himno nacional, por todos conocido como “el del cerdo”, que nos dejó boquiabiertas y con un maravillado “pero esto qué es y de dónde ha salido, quiero más”. O la emoción de San Junipero o Hang the DJ y su mirada sobre el amor. Cómo olvidar la desazón que nos producen Toda tu historia, Ahora mismo vuelvo, Nosedive, White Christmas o Arkangel, bellas y absorbentes narraciones audiovisuales con la potencia de un ensayo filosófico. Esa perfecta unión entre relato y discurso. Incluso los capítulos más flojos llevan alguna carga de profundidad que deja poso y te da para rumiar un rato largo. Hasta que ha llegado esta quinta temporada.
En las tramas de esta temporada siguen los videojuegos, las redes o la inteligencia artificial y el caos que se produce cuando se mezclan con las emociones y los instintos humanos: el deseo sexual, la ambición, el poder, el dolor, la pérdida. Dicho así es Black Mirror en estado puro. Y sí, pero no. Sí, si leemos los argumentos; no, si acabamos de ver los capítulos.
El primer episodio, titulado Striking Vipers y protagonizado por Anthony Mackie, nos cuenta cómo, a través de los videojuegos, es posible descubrir o dar rienda suelta a un deseo reprimido y vivir virtualmente algo muy distinto de la existencia diaria. Solo que después de las profundidades y malestares que nos ha servido la serie en anteriores temporadas la historia de este hombre “normal y corriente” que asume sus verdaderos impulsos sexuales se queda en una anécdota, en una historieta agradable que se olvida nada más acaba.
Más enjundia tiene el segundo episodio, Smithereens, un thriller sobre un hombre desesperado, que funciona por sí mismo como historia dramática, aunque vuelve a hacer gala de falta de profundidad en el discurso. En gran medida, el interés que despierta tiene que ver con la excelente interpretación de Andrew Scott y un buen ejercicio de puesta en escena (planos descentrados y desequilibrados, uso del paisaje y la horizontalidad, juego entre los exteriores y el interior del coche donde pasa gran parte de la acción, etc.). Aunque, todo hay que decirlo, podría ser un capítulo de cualquier otra serie y no deja de ser como un buen episodio de Ley y orden, de esos que logran transmitir de forma eficaz y emocionante el dolor de las víctimas.
Como los anteriores, también está ambientado en el presente (una característica de esta temporada) el tercer episodio, Rachel, Jack y Ashley Too, el más flojo de todos. Los capítulos uno y dos están bien construidos y entretienen, este no llega a eso, aunque su premisa es, tal vez, las más interesante. Aquí vuelve uno de los temas más queridos de la serie y a los que más partido ha sacado, la transferencia de la identidad en una inteligencia artificial, pero está muy lejos de los logros alcanzados en otras temporadas. Concebida como una ficción de adolescentes, con su aventurita por la ciudad, sus clichés sobre la orfandad, su adolescente huraña, su madrastra malvada (aquí una tía) y su ídolo pop, resulta muy pueril y tonta. La aventura no logra crear suspense, no sufrimos con las protagonistas, y, en realidad, nos importa un bledo lo que les pase. Eso sí, Miley Cyrus interpretando a una diva pop para adolescentes, insatisfecha y amargada, tiene su miga en los ecos que establece con su propio estatus como icono juvenil. Y la muñequita es muy mona.
Y un poco eso es todo, qué le vamos a hacer. El caso es que esta temporada mantiene los mismos elementos que la han convertido en una obra imprescindible, pero no hay desasosiego, no hay calado, no hay hondura ni sorpresa. Los guiones son más bien facilones, sin nada de riesgo. Lo que antes era incómodo ahora es acomodaticio. No nos deja huella. Está bien para pasar el rato. Pero esta es una frase terrible que jamás pensé que podríamos asociar a Black Mirror, con todo lo que nos ha sido y nos ha dado. Y ahí está. Ya no hay acontecimiento, solo una serie del montón. Duele.
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