VALÈNCIA. Los controles de los aeropuertos están hechos para humillarnos. Acabo de volver del extranjero y de nuevo he tenido que enfrentarme a esta escenificación de la SEGURIDAD (así con mayúsculas) antes de entrar a las puertas de embarque. La humillación es una forma de control que va unida inevitablemente al miedo. Morir por culpa de una bomba es una buena razón para permitir que te humillen. Tan buena razón que en un aeropuerto no existe la presunción de inocencia. Todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Todos somos posibles terroristas suicidas. Camino descalzo sobre el suelo frío porque puedo llevar una bomba en las zapatillas... ¿en serio cabe una bomba en unas deportivas? Me cachean porque visto de forma levemente alternativa y todos saben que los terroristas suicidas visten a lo perroflauta, que se note que son antisistema... Los guardas meten mis líquidos (pasta de dientes, gel, crema solar) en bolsitas de plástico y me las devuelven diciendo que no las abra hasta aterrizar… ¿Creen que una bolsita de plástico me parará si quiero utilizar los líquidos? Es una medida absurda porque no debe tener sentido real. Es teatro. Las bolsitas son el atrezzo, andar sobre calcetines es el vestuario y los cacheos son la coreografía en esta escenificación del miedo que se repite cada día en los aeropuertos?
Nos hablan de SEGURIDAD, la gran excusa, pero los controles sirven principalmente para fomentar el miedo. Son una dramatización del peligro. Toda nuestra sociedad está diseñada para teatralizar el peligro que corremos cada día. Periódicos, canales de televisión y púlpitos fomentan la islamofobia, por ejemplo, hasta el punto de que gran parte de la población cree que todos los “moros” (concepto que hoy día no habla de árabes, sino de musulmanes, porque incluye a los paquistanís de las fruterías, por ejemplo) son terroristas. Quizás nunca han hablado más de dos palabras con un “moro” o han viajado a un país musulmán, pero aún así están convencidos de que todos sus prejuicios son absolutamente reales. Otro ejemplo es la comunismofobia, donde cualquier ideología progresista es asimilada al comunismo más radical para fomentar el miedo al cambio: que si Podemos nos va a robar los apartamentos de la playa, con lo mono que me ha quedado con ese nudo marinero colgado en el comedor; que si Izquierda Unida va a quedarse nuestros ahorros del banco, con lo que le costó a la abuela ahorrarlos… Mejor quedarnos donde estamos, padeciendo un sistema injusto, que hacer cambios que tal vez nos dejarán peor… ese parece ser el lema que se fomenta desde el gobierno y los mass media.
En fin, ridículo, pero funciona: lo importante es inocular el terror en nuestra sociedad y conseguir de esta forma que, en nombre de la seguridad, seamos humillados y nuestros derechos individuales sean vulnerados. Porque la reforma laboral, por citar un ejemplo, es una humillación y una tomadura de pelo en nombre del peligro al desempleo. Mejor un empleo de mierda que ninguno, ¿no? La ley mordaza, por poner otro ejemplo, es una humillación de nuestros derechos como ciudadanos presuntamente hecha para protegernos a nosotros los ciudadanos. La censura a la que hemos llegado en España en nombre de conceptos tan maleables desde el poder como “apología del terrorismo” está minando nuestra democracia y libertad en nombre de la democracia y la libertad. Hay gente en la cárcel por una metáfora. Desde el franquismo no se veía nada igual. Pero qué importa si son culpables o no: son la cabeza de turco para que la gente -y sobre todo los artistas- tenga miedo a decir ciertas cosas incómodas. Al poder no le gusta el arte que desenmascara y hace pensar. Le gustan los bisbales, first dates, morancos y otros productos inocuos.
Viajando de China a España, hace unos años, hice transbordo de dos horas en Tel Aviv. Por alguna razón, la policía israelí decidió que mi pareja y yo éramos sospechosos. Ni siquiera hoy sé por qué ni de qué. Israel es uno de los paradigmas de la gestión estatal del miedo. Antes que nosotros, ellos ya sabían cómo mantener a su población “acojonada” para manejarla mejor. Los israelís son educados desde niños en el terror. Como me contaba una amiga con familia en Tel Aviv, los simulacros de ataques terroristas (otro día discutiremos esta palabra) en los colegios son frecuentes. Desde niños se les enseña que están en guerra contra un enemigo casi invisible, un enemigo que puede ser cualquiera… cualquiera que sea musulmán. Me lo explicaba mi amiga con cierto pavor: mis primos hablan de los musulmanes como si todos fuesen asesinos y hubiese que exterminarlos por el bien del mundo. Los controles –en muchas ocasiones violentos- en barrios palestinos, transportes públicos, comercios musulmanes e incluso casas privadas son diarios. Otro dato curioso que me contó un amigo escritor que fue allí a presentar una novela: en las discotecas de Israel se encontró varias jovencitas (también jovencitos, supongo) con minifalda bailando con sus armas reglamentarias al hombro. Pintalabios y AK-47. Al parecer estaban haciendo el servicio militar y no podían separarse de sus armas en ningún momento. A nadie parecía sorprenderle aquello. La escenografía del miedo ha sido totalmente asimilada
Los israelís han sido educados desde niños para distinguir a los amigos de los enemigos y al parecer nosotros, dos turistas cansados, teníamos cara de enemigos: quizá debido a mi barba o al flequillo demasiado corto de mi compañera, quién sabe.
¿Os importa que os haga algunas preguntas personales?
Por supuesto no era una pregunta. Nos interrogaron y no satisfechos con nuestras respuestas decidieron separarnos e interrogarnos por separado para ver si mentíamos:
¿Dónde la has conocido? ¿Vivís juntos? ¿A qué se dedica? ¿Cuál es el motivo de vuestro viaje a China? ¿Por qué tenéis interés en viajar a Tel Aviv?
Mi respuesta fue agresiva pero con una sonrisa, a su estilo: No tenemos ningún interés, sólo hemos cogido un avión a casa con tan mala suerte que hace transbordo en Tel Aviv. Si mira el billete verá que no estaremos allí más de dos horas, a la espera del siguiente vuelo.
Los funcionarios iban cambiando. Supongo que los israelís pagan muchos impuestos, pues pasamos por las manos de más de diez personas. Y eso que estábamos en el aeropuerto de Pekín. Todos sonreían y todos nos decían que no pasaba nada, pero no nos dejaban avanzar. ¿Pueden sacar lo que tienen en las maletas?, ordenó alguien. No es que no nos fiemos, es que tal vez alguien ha metido algo en ellas. Solo cerciórese y ya está....
Claro, era por mi bien… En la cultura del miedo todo se hace por nuestro bien.
Quería acabar rápido con el paripé, así que saqué las cosas. Les llamó la atención un abrebotellas en forma de máscara china que nos habían regalado en el hotel.
¿Qué es esto?, preguntaron. Se lo expliqué. Muy preocupados se llevaron el abrebotellas, que vi cómo pasaba de mano en mano hasta llegar a un elegante israelí que parecía ser el jefe de todos. Unos minutos después volvieron con una bolsa de plástico que sellaron con el sonriente abrebotellas dentro. Vuelva a guardarlo, pero no se le ocurra sacarlo de la bolsa. Podría ser peligroso. Comenzaron a etiquetar nuestras bolsas y bolsos. La etiqueta de la bolsa donde estaba el abridor-máscara-sonriente era de otro color: azul. Al parecer era altamente “terrorístico”, porque cada vez que uno de los funcionarios del aeropuerto lo veía nos sacaba de la cola o nos levantaba del banco de la puerta de embarque para inspeccionar la mochila en busca de la bolsa sellada. Más de cinco veces ocurrió.
Estuve tentado de decirles que me pusiesen la marca en un brazalete, como esos que llevaban sus antepasados en Alemania. Al final no lo hice, claro. Estaba enfadado por el trato que estábamos recibiendo, pero conseguí no perder las formas. Eso sí, cuando una azafata china en el mostrador de facturación me dijo que los israelís podían abrir las maletas de la bodega y leer las cartas personales, no pude resistirme a escribirles una. En el mismo mostrador, con una cola esperando que acabara, escribí una carta en inglés dirigida al pueblo de Israel (Dear Israelis…), corta -pues la gente empezaba a impacientarse- donde les decía que estaba muy contento de pasar por su país y de que leyeran mis cartas en nombre de la SEGURIDAD y la libertad de los pueblos superiores. Supuse que era suficiente irónico y que hasta esos funcionarios, tan serios y profesionales, podrían captarlo. Metí la carta en un bolsillo y facturé la mochila.
Antes de embarcar nos separaron un par de veces más: aparte de la etiqueta, en la lista de pasajeros habían hecho una marca junto a nuestros nombres. Tuvimos que enseñar de nuevo los pasaportes, la bolsa sellada con el peligroso abrebotellas sonriente, miraron las fotos y nuestras caras mil veces, siguieron preguntándonos –si no os importa– preguntas personales… hasta que subimos al avión.
La historia acaba aquí. No hay final. Lo que importa no es cómo acaba, porque no acaba nunca. Lo que importa es la humillación en nombre de la seguridad. La culpabilización a la que somos sometidos sin razón aparente y con total impunidad en nombre de la SEGURIDAD. Una vez dentro del avión ya nadie nos molestó, pero descubrí hasta qué punto los israelís son una isla aterrorizada, ajena al mundo. En ese momento me dieron pena, la verdad. Me dio pena ese miedo que les hace desconfiar de todo, de un ridículo abrebotellas chino. Me dio pena que deban viajar en sus propias aerolíneas para sentirse seguros y me los imaginé en su país, un pequeño país rodeado de enemigos, asustados hasta de su sombra.
Ahora, años después, no veo tanta diferencia con España. Los políticos han hecho algo bien por una vez: nos han aterrorizado. Porque aterrorizados somos fáciles de manejar. Lo han dejado claro. Si no nos dormimos vendrá el coco: los islamistas, el desempleo, Venezuela, el corralito, Irán y Manuela Carmena con unos peligrosísimos titiriteros. Así que venga, cerremos los ojos, seamos niños buenos. Contemos borreguitos hasta convertirnos en ellos.
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