En sustitución del inicialmente programado Murray Perahia, el pianista ruso Arcadi Volodos tuvo una actuación donde se unieron –como es habitual en él– un virtuosismo fuera de discusión y un enfoque que a veces rozaba el amaneramiento
VALÈNCIA. En la primera parte, íntegramente dedicada a Schubert, Volodos utilizó su capacidad para graduar el sonido desde el pianissimo imperceptible hasta el forte más extremo, en un juego de contrastes muy acentuados que casaba mal con los anclajes clasicistas presentes en la primera de sus Sonatas (1815). Tampoco, acercándose al otro extremo de su corta existencia –Schubert murió con 31 años- los Seis momentos musicales op. 94 (1823-1828), se embellecieron demasiado con la dinámica excesiva. Aunque por motivos distintos. Se trataría ahora de un Romanticismo tan destilado que el intenso dramatismo aflora sin necesitar gesticulación alguna. Le estorban, pues, aspavientos y pasiones desbocadas.
Lo mismo cabría decir en el campo del fraseo. El pianista ruso tiene capacidad para recrear las obras, otorgar tensión a los silencios, elaborar un discurso flexible en el tempo, e impedir que las barras del compás se conviertan en rígida armazón que frene la fluidez. Pero la exageración de todo ello convierte la música en algo artificioso y amanerado. Y hay que decir, de nuevo, que la delicadeza de Schubert se encuentra en el polo opuesto. Tiene que discurrir con la misma naturalidad, con la misma sencillez que la de Mozart. Aunque el intérprete cambie el tempo, estire las frases, prolongue silencios o acentúe matices, el oyente no debería notarlo apenas. Y no lo nota si tales libertades están realmente ligadas a la naturaleza misma de cada partitura, cuando no se le sobreponen de manera caprichosa.
Para ser justos con el pianista ruso, es preciso reconocer que, a pesar de todo, hubo momentos muy hermosos en su Schubert. Por ejemplo, el cantabile ofrecido en el Andante de la Sonata, o la melancolía ensoñadora del Momento musical número 3, al que quitó de un plumazo el carácter machacón con que las malas versiones lo han grabado en nuestra memoria. El vigor de su mano izquierda llamó la atención, como en otras actuaciones suyas, aunque hubiera encontrado mejor acomodo en otro repertorio. No así la limpieza de la misma, que Schubert agradece especialmente. Es evidente, en cualquier caso, que Arcadi Volodos se muestra como un pianista apasionado y expresivo, pero quizá busque más expresarse a sí mismo que traducir al compositor. Dos ambiciones legítimas, ambas, aunque conviene acotarlas un poco, y el ruso parece dejarse llevar en exceso por la primera. Por otro lado, y aunque recientes declaraciones suyas muestran un cierto menosprecio hacia la técnica instrumental, su práctica, afortunadamente, revela todo lo contrario.
Tras el descanso tuvo ocasión de demostrar otra vez ese dominio del piano, con obras de Rajmáninov y Skriabin. Existen grabaciones del primero interpretándose a sí mismo, pues era también un deslumbrante pianista. O mejor: fue, quizás, antes pianista que compositor. En su caso tenemos a nuestra disposición, incluso en internet, algunos testimonios de cómo concebía las partituras.
El programa incorporaba, en primer lugar, el famoso Preludio en do sostenido menor op3/2. Cabría pensar que el carácter volcánico de Volodos le iría como un guante a Rajmáninov, considerado durante un tiempo como un músico algo trasnochado del Romanticismo coleante. Pero la versión que da el compositor de esta obra es muy distinta de lo escuchado el sábado en el Palau. Frente a las tres poderosísimas octavas con que Volodos ataca la partitura, seguidas por tres acordes en pianissimo, Rajmáninov hace las octavas simplemente en forte, y los acordes en piano, sin más. Es verdad que la partitura marca dos “f” para las octavas y tres “p” para los acordes, pero Volodos lleva el contraste al límite, mientras que el compositor acorta distancias entre los dos motivos. Se trata de un simple ejemplo, pero significativo. Todo este preludio gira en torno a dichos motivos, hasta el punto de generar un clima angustiosamente obsesivo y, no obstante, alejado de cualquier explosión. Sí que las hubo, desde el principio mismo, en la versión de Volodos.
Sin embargo, no es el único pianista que hace lecturas arrebatadas de Rajmáninov, y esa tendencia interpretativa ha contribuido, sin duda, al aura “anticuada” que le acompaña con frecuencia. Es interesante al respecto la valoración de su obra que plasmó el gran crítico valenciano Gonzalo Badenes, en unas notas para el programa ofrecido el 30 de mayo de 1983 en el Teatro Principal): (...) “La personalidad de este músico —a menudo denostado por la crítica— ofrece rasgos apasionantes. Profundamente aristocrático en sus maneras, introvertido, mimado por el público gracias a sus excepcionales dotes como virtuoso del piano, aquejado de un humor depresivo y desconfiando continuamente de su propia valía, Rachmaninov se nos aparece como la suma y antítesis del artista romántico. (...)
Como contrapartida, el lado sarcástico, amargo y macabro de Rachmaninov suele quedar inédito. Recordemos cómo esos ritmos pujantes, esos súbitos estallidos de sonido, también dan lugar a una refinada introspección en la propia sociedad del individuo, confrontado a un destierro físico y espiritual (...)”
En el caso de Volodos parece predominar una lectura pasional. Pero no siempre. Porque fue mucho más moderada, por ejemplo, la interpretación del Preludio op. 23/10. Volcánico de nuevo en el siguiente, la romanza ‘Zdes’Khorosho’ (transcrita al piano por el mismo Volodos), permitió pocos fuegos de artificio, pero se resintió ante el atractivo natural de la versión cantada. En la Serenata op3/5, tanto la grabación del compositor como la ofrecida por el pianista de San Petersburgo incorporan el aire español, pero lo hacen ambos demasiado “a la rusa”. El Étude-Tableau op33/3 proporcionó nuevas ocasiones de lucimiento a Volodos, que las desplegó con bastante acierto, y supo colorear con imaginación el sonido de su instrumento.
Otras seis piezas de Skriabin completaron la segunda parte, y se convirtieron, quizá, en lo más interesante del recital. Volodos las tocó con una limpieza ejemplar en el uso de pedal. Su ejecución resultó transparente y delicada cuando convenía, consiguiendo desvelar la modernidad de su música, así como el impactante carácter enloquecido que a veces tiene. Desgranó con finura la Mazurca op. 25/3. Dejó notar los anticipos del atonalismo, especialmente visibles en Caresse dansée,. Tradujo bien la inquietud que subyace en Énigme o en el Poéme op. 71/2, y la angustia de Flammes sombres. Por último, se lanzó a muerte en la desesperanzada ansiedad y el terrible final de Vers la flamme.
Vinieron luego los regalos: Schubert, Mompou, Brahms y Skriabin, generoso colofón para una actuación sumamente entregada, aunque desigual en los resultados.