El documental, premiado en Sundance, es la primera producción del matrimonio Obama para Netflix. Muestra la desalentadoras consecuencias de la globalización a través del seguimiento del día a día de una fábrica china en pleno corazón de Estados Unidos
VALÈNCIA. Dayton, Ohio. 2008. Nos situamos en uno de los núcleos industriales más importantes de Norteamérica. Los trabajadores de una histórica planta de General Motors ensamblan el último coche de su historia. Se despiden entre lágrimas, abrazos y fotografías. Cerca de dos mil personas pierden su empleo debido a la recesión económica.
Avanzamos hasta 2015, fecha en la que un empresario chino, Cao Dewang, presidente de Fuyao Glass (una empresa especializada en fabricación de lunas para coches), se instala en la planta abandonada de GM con la promesa de contratar a miles de vecinos desempleados junto a un grupo reducido de obreros procedentes de China, quienes se ocuparán de su formación. Son los primeros diez minutos del documental y reina el entusiasmo. Por fin regresa el trabajo en la zona más allá de los empleos en establecimientos de comida rápida. Serán de nuevo clase media. O eso es lo que piensan.
Seguimos a un grupo de trabajadores durante los primeros meses de aprendizaje. Algunos son antiguos empleados de la General Motors, una considerable cantidad rondan los cincuenta (o más) y, de ellos, otros tantos tienen sobrepeso. El contraste con los jóvenes y ágiles trabajadores chinos es humillante. A medida que el periodo de formación avanza, los norteamericanos comienzan a quejarse ante las cámaras de la falta de seguridad en el trabajo y las precarias condiciones económicas (13 dólares la hora frente a los 29 dólares la hora que ganaban en la GM), mientras se mueven con parsimonia en la línea de producción. Su rendimiento y actitud es peor que la de sus compañeros chinos, que sonríen en todo momento, están concentrados, mientras nos cuentan que solo ven a sus hijos una vez al año y trabajan seis o siete días por semana en turnos de 12 horas.
Cualquier empresario del mundo capitalista no tendría ninguna duda. Los americanos trabajan ocho horas, no tienen obligación de hacer horas extras (los chinos sí) y libran dos días por semana. No obstante, los gerentes chinos están empeñados en lograr que la fábrica sea rentable a medio plazo en un intento por dar buena imagen ante la sociedad y administración del país. “Lo importante ahora son las opiniones de los estadounidenses hacia China y su gente”, dice su presidente, Cao Dewang. Recordemos que el documental nos sitúa entre 2015 y 2016. Trump no será investido presidente hasta noviembre del 2016. Y todavía no le habrá declarado la guerra comercial a China.
La fábrica continúa generando pérdidas, por lo que deciden mandar a los jefes de equipo de viaje a la fábrica madre en China. Deben ver en primera persona su capacidad de producción. Los operarios quedan en shock al ver el ritmo de trabajo, las horas que realizan sin descanso y la falta de medidas de seguridad. Por ejemplo, junto a unos contenedores con restos de cristales rotos, una pareja de obreros chinos se mantienen en cuclillas horas y horas separando trozos de vidrio para su reciclaje. Sus únicas herramientas son sus manos protegidas con unos finos guantes de tela.
Como colofón a este trainning tan revelador, les homenajean con una fiesta donde los propios trabajadores chinos ejecutan actuaciones musicales, mientras el resto cenan y beben alcohol. Uno de los visitantes, abrumado, se emociona hasta las lágrimas. Le dice a los chinos que es de alegría, aunque por las caras de sus compañeros se percibe perfectamente el pavor. Ni soñando serán así de entregados al trabajo.
Pasan los meses y la fábrica sigue sin cumplir sus objetivos. Se acumulan las tensiones debido a la falta de seguridad y el poco espacio entre los pasillos. El presidente Cao no quiere oír hablar de ninguna organización obrera que luche por supervisar este tipo de cuestiones “secundarias”. Si algún sindicato consigue hacerse un hueco en la factoría, Fuyao Glass abandonará la producción allí.
A medida que surgen personas proclives a apoyar la entrada del sindicato, estas van siendo desplazados de sus tareas y después son despedidas. A estas alturas del metraje, los trabajadores ya ni hablan durante las escenas. Sus caras lo dicen todo. Finalmente se realizan las primeras elecciones sindicales. Sin embargo el resultado del referéndum resulta ser un no. El ambiente se puede cortar con un cuchillo. Black Mirror se queda corto.
Para entonces la compañía ha cambiado a su directiva, hasta entonces de origen norteamericano. El nuevo ejecutivo chino, Jeff Liu ha pasado la mitad de su carrera en China y la otra mitad en Estados Unidos. En una charla formativa, les dice a los empleados chinos que aprendan a manejar a sus homólogos. Les explica cómo en la cultura estadounidense a los niños se les aplaude por todo. Por eso tienen exceso de confianza y les encanta que les hagan cumplidos. “A los burros les gusta que los toquen en la dirección en que les crece el pelo”.
Liu se reúne después con los obreros autóctonos. “Hagamos de nuevo grande a Estados Unidos”, grita por el micrófono, imitando el lema del ya nuevo presidente del país. No se escucha ni un solo aplauso. A estas alturas no queda nadie que no sepa que la batalla está perdida.
El documental finaliza con un último paseo por la planta del presidente Cao junto a sus supervisores chinos. “Esperamos cancelar cuatro trabajadores en julio o agosto”, dice uno de ellos. “Son demasiado lentos”. La idea es que sean reemplazados por maquinas automatizadas. Y no necesitan que nadie les acaricie.