VALÈNCIA. Conversar con Almudena se parece a desentrañar la historia de un país cuya oscuridad conoce como pocos. Almudena se entusiasma con cada uno de sus proyectos de tal manera que parecen nuevos y ella una escritora recién estrenada. Sin embargo, la complejidad de esta novela que se lee con una pulsión casi febril constata que es una de las escritoras más importantes de nuestro país. La tarde que estuvo en València, la librera vendió casi un centenar de ejemplares en una tarde. Todos adoran a Almudena y ella lo sabe tan bien que les corresponde como una gran anfitriona. Ahora publica en Tusquets el nuevo episodio de su serie titulado La madre de Frankenstein, en la que retrata unos años 50 españoles oscuros.
-¿De dónde nace tu interés por Hildegart Rodríguez, esa niña-mujer que marcó parte de la leyenda oscura de nuestro país?
-A mí, en realidad, en contra de lo que le ha sucedido a otros narradores que se han acercado a la historia, la que siempre me interesó fue Aurora Rodríguez Carballeira, la madre de Hildegart. Yo conocí a Aurora en 1977, como todos los españoles de mi generación, a través de la película de Fernando Fernán Gómez Mi hija Hildegart. Allí aparecía Aurora como una mujer cuerda y era una asesina, una madre dominante, castradora y demás. Yo tenía esa imagen de Aurora pero en 1989, cuando publiqué mi primera novela, me tropecé con un libro de un psiquiatra español que se llama Guillermo Rendueles Olmedo. Él hizo la residencia en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos y cuando leyó la historia de Aurora le impactó tanto que decidió publicar un libro analizando su caso minuciosamente. Desde ese momento, mi mirada sobre Aurora cambió. Me di cuenta de que antes de una asesina o una madre castradora o dominante, Aurora era una enferma mental con unas condiciones muy peculiares. En primer lugar porque su enfermedad -que era la paranoia- no afectaba a sus cualidades intelectuales; así que a ella, durante largos períodos en su vida, no se le notó la enfermedad. Y en segundo lugar, porque Aurora y su hija cumplían todos los requisitos para convertirse en los símbolos de la nueva mujer española. Era una mujer inteligentísima, cultísima, autodidacta, que no rehuía la vida publica, que escribía, que formaba parte de asociaciones, que daba conferencias... Y la paranoia acabó con todo en un instante. Fue un sueño truncado. Eso es lo que más me interesó de ella. Eso y otra cosa que descubrí en el 89 leyendo su historia clínica, porque Aurora sabía mucho más de psiquiatría que los grandes doctores de su época. En Ciempozuelos, por ejemplo, se reían de ella porque hablaba de vasectomía y los psiquiatras no sabían que era eso.
-¿A qué alude el título La madre de Frankenstein?
-Pues me impresionó muchísimo la historia de unos muñecos que leí en su historial. En 1940, encerrada en un manicomio, arrumbada en una habitación y absolutamente olvidada, en su delirio de reformadora social -porque ella pensaba que había nacido con la misión de mejorar a la humanidad y fundar una nueva sociedad- se dedicó a hacer muñecos de tela a los que miraba fijamente durante horas para transmitirles vida, casi como si fuera un Doctor Frankenstein. Entonces, bueno, desde hace treinta años llevo dándole vueltas a Aurora Rodríguez Carballeira.
-Dentro de esa paranoia, Aurora seleccionó a un “colaborador fisiológico” que era un sacerdote además. ¿Qué conocemos del padre biológico de Hildegart?
-Aurora era muy inteligente. Lo que primó en la elección del padre fue, sobre todo, que no pudiera reclamar derecho alguno sobre su hija. Ella necesitaba un colaborador y, por eso, acuñó este término de “colaborador fisiológico”. Eligió a un hombre que era sacerdote y capellán de la Marina Mercante. Es decir, que era imposible que reclamara a su hija. De hecho, Aurora tuvo muy poco contacto con él porque le escogió -y estuvo muy satisfecha de esa elección- pero luego se enteró de que este hombre tenía otro hijo con otra mujer. Y eso le repugnó mucho y no le gustó. Por eso, cuando asesinó a su hija, una de las razones que dio es que la mala simiente de su padre había triunfado sobre la suya.
-¿De qué manera se unieron en estos años 50 la psiquiatría con ciertos dogmas nacionalcatólicos? Porque da la sensación que la psiquiatría ayudó a avalar algunos de esos dogmas, que había una connivencia algo extraña.
-Bueno, extraña no tanto porque, en la medida en la que la psiquiatría es una rama de la medicina que no trata del cuerpo sino del espíritu de la personas, digamos que psiquiatras como Vallejo-Nágera o López Ibor trabajaron por dar un barniz científico a prejuicios religiosos y a la propia represión franquista. López Ibor, por ejemplo, convencía a los padres de homosexuales españoles de que lo de sus hijos era una enfermedad que se podía curar y contribuyó mucho a implantar una moral muy asfixiante. Más grave fue la contribución de Vallejo-Nágera que se inventó la teoría del 'gen rojo', según la cual, el marxismo era un gen intrínsecamente ligado a la inferioridad mental, de lo que se deducía que todos los marxistas eran débiles mentales, seres indeseables para el progreso de la raza y había que eliminarlos, o bien suprimiéndolos o cuando ya hubieran procreado, quitándoles los hijos y entregándoselos a familias del movimiento nacional. De tal manera que los psiquiatras adeptos al régimen, desde su posición de autoridad científica, le dieron un barniz de justificación científica a la represión y a sus prácticas brutales. Por eso fueron tan útiles en la creación de la moral nacionalcatólica.
-En contra de lo que reflejan algunos libros de historia, la década de los 50 no fue ni tan tranquila, ni estuvo tan estancada como dicen. Ahí empezaron a urdirse ciertas tramas. ¿Fueron unos años oscuros?
-Sí, pero eso no lo dicen los libros de Historia, lo dicen algunas series de televisión, más bien. Los años 50 son, en efecto, años que tienen la fama de ser apacibles en la superficie. Sobre todo porque la represión salvaje y sangrienta de los 40, que causó más de 100.000 muertos en 'época de paz' y llenó las cárceles, en los 50 dejó de pasar porque ya habían fusilado a todos los que podrían fusilar. La economía del país, además, no podía aguantar con tanto hombre encarcelado y entonces son años que tienen fama de tiempo apacible pero no es verdad. Los años 50 son años del silencio y el silencio es la cosecha del terror. En los 50 el miedo estaba tan interiorizado que nadie se atrevía a hablar con nadie, nadie podía confiar en nadie. Esa fue la cosecha del terror. Y en esa circunstancia floreció lo que llamamos el nacionalcatolicismo, es decir, esa unión íntima entre el Estado franquista y la iglesia católica en un país donde aproximadamente todo era pecado y donde todos los pecados eran, además, delitos. Y el Estado intervenía de múltiples maneras en la vida privada de la gente haciendo muy difícil pequeños gestos que todos nosotros asociamos con la felicidad. En este sentido, sobre todo para las mujeres, era fundamental convertirse en la policía secreta de uno mismo porque la piel era un problema, el cuerpo era un problema, los sentimientos eran un problema. Las mujeres no podían enseñar los brazos, no podían ir sin medias ni siquiera en verano, no podían tener amigos porque reírte en público o darle un golpe en la espalda o hacerle un leve cariño a un hombre que no fuese tu marido te podía marcar para siempre. Y, sobre todo, el amor era un problema porque como una mujer cediera a la tentación de enamorarse de algún hombre que no fuera exactamente el que la sociedad pensaba que estaba predestinado para ella, pues lo primero que se descubría era que eso no era amor, sino vicio. Se convertían en un deshecho social.
-En tu novela hay más de un centenar de personajes y me preguntaba cómo escoges aquellos de la historia real que ayudan a construir a los de ficción o al revés...
-En realidad todo eso son cuestiones de rentabilidad narrativa. Cuando voy a contar una historias escoge qué personajes reales van a intervenir en función de cómo ayudan a la historia. De su capacidad de cooperar con el argumento de la novela. Y en general todos mis personajes de ficción se suelen apoyar en muchos detalles, anécdotas y pedacitos de historias reales. Eso es lo que le da verosimilitud y consistencia a una novela que trata de contar el estado de ánimo de una época. Entonces no sé explicarte muy bien cómo lo hago, porque yo, ante todo, soy una escritora y mi obligación es escribir libros lo mejor posible.
-En esta novela hay una especial reinvidicación de una generación de mujeres en una condición de doble represión por el hecho de ser mujeres y estar locas. Yo no sé si crees que arrastramos todavía ese estigma.
-Evidentemente un manicomio de mujeres en los años 50 era casi un no lugar, donde vivían las personas que menos importancia tenían. Yo creo que en la actualidad es verdad que las mujeres no hemos alcanzado la igualdad plena y seguimos llevando lastres como la brecha salarial o la conciliación laboral y familiar pero creo que la situación es completamente diferente, para empezar, en lo mismos centros psiquiátricos. Ya no se llaman manicomios, sino centros residenciales. Creo que el destino de las mujeres ahora sí en nuestras mano, no como en los años 50. Eso es lo que cuenta la novela, cómo no es lo mismo estar en libertad que ser libre.
-Por último, Almudena, en este año del centenario de Galdós y ante una polémica -bastante inane en mi opinión- donde parece que se cuestiona la altura literaria de Galdós, en las críticas y reseñas que han salido afirman que esta novela es tu novela más galdosiana. Entiendo que esto es un piropo para ti, ¿no?
-Hombre, claro que sí. La que es galdosiana soy yo. Para mí este centenario que está saliendo tan bien, con polémicas incluidas, es fundamental. Porque las polémicas llaman la atención sobre los lectores, sobre todo, porque han salido un montón de defensores. Yo no me podía imaginar que este centenario iba a salir tan bien. Lo que no podía calcular cuando pensé esta serie es que esta novela iba a salir justo este año. Yo no creo que sea más galdosiana que las demás; creo que todo el proyecto lo es porque está basado en los Episodios Nacionales. Galdós nos enseñó que se puede contar la historia desde abajo y que contar la historia privada de la gente más humilde es un camino para contar la gran historia pública de las naciones y, bueno, en eso estoy.