No hay posibilidad de retorno. No hay nada que negociar con los golpistas catalanes. Son ellos o nosotros. España ha de jugársela en Cataluña. Puede salir victoriosa o derrotada pero nunca aceptar la rendición que, bajo la palabra diálogo, preconizan algunos. Suceda lo que suceda, hemos de despedirnos del régimen constitucional del 78
El 1 de octubre el Estado español fue derrotado en Cataluña. El Gobierno de Rajoy anunció, al término de la jornada, que no había habido referéndum. Mintió. Hubo urnas, papeletas, votantes y colegios electorales. Fue una mascarada, una farsa, una pantomima, es cierto, pero cientos de miles de personas votaron. No cabe duda de que fue un pucherazo y que nadie —incluidos muchos independentistas— cree que 2,2 millones de catalanes depositaron sus votos en las urnas. ¡En decenas de municipios había más votos que ciudadanos censados! Sin embargo, no me extraña lo sucedido porque estamos acostumbrados a las mentiras de los independentistas, algunos de los cuales han leído, en sus ratos de ocio, las memorias de Goebbels y la teoría del golpe de Estado de Curzio Malaparte. Les ha cundido.
El Estado español fue derrotado por la inacción del Gobierno conservador, desbordado por las circunstancias del momento histórico. Torpeza, ineptitud y cobardía definen la estrategia —o la no estrategia— de un Ejecutivo condenado al basurero de la Historia. Si la derrota no fue clamorosa (y esa es nuestra modesta de esperanza) es por la aparente firmeza del Rey, la valentía de más de un centenar de alcaldes socialistas, sometidos a una campaña de acoso brutal; el arrojo de un puñado de fiscales y jueces y el coraje de la Guardia Civil y la Policía Nacional. Ellos son los que se han partido la cara por defender la unidad de nuestro país.
Todavía hay quienes critican la “violencia policial española”. Hasta la fecha no se conoce otro medio que el uso legítimo de la fuerza para defender la legalidad y apresar a los delincuentes. Hace más de mes y medio, los mossos acribillaron a balazos a unos terroristas islámicos ante el aplauso de la mayoría de los independentistas catalanes. ¿Fueron abatidos o ejecutados? Todavía hay opiniones para todos los gustos. Lo cierto es que el 1 de octubre no hubo muertos y que el parte médico se limitó a dos o tres hospitalizados, incluido un abuelo que sufrió un infarto.
Los obispos se han sumado a la lista de traidores a la causa de la España constitucional, la que tan generosamente los ha financiado durante décadas
El 1-O confirmó que estamos ante un proceso histórico irreversible. Nada será como antes. Aunque me cueste admitirlo, he de darle la razón al comunista Pablo Iglesias: el régimen constitucional de 1978 está liquidado. No sabemos lo que vendrá después, pero no tenemos ninguna duda de que la España nacida en la Transición ha fenecido. La crisis económica, la corrupción institucional, la ausencia de ejemplaridad y liderazgo de la clase política y el fracaso del Estado autonómico, incapaz de resolver la cuestión territorial, le han dado la puntilla al régimen del 78. Lo echaremos de menos. Se canta lo que se pierde, como escribió el poeta.
Extrañaremos el periodo más próspero y libre de nuestra Historia contemporánea. Por una vez los españoles nos dimos a la concordia y dejamos de apalearnos como en el cuadro de Goya. A partir de ahora me temo que todo será diferente y demasiado triste. Si Dios no lo remedia iremos a otro conflicto civil en el que, por otra parte, tan expertos somos. Recuérdese que como país europeo hemos protagonizado el mayor número de guerras civiles —cuatro— en menos de 200 años. ¿Hay quién dé más? ¡Un respeto para esta España cainita de vuelo gallináceo!
Es hora de ir despidiéndose de la estabilidad institucional, la paz social, la falsa recuperación económica, la relativa prosperidad de la clase media, el diálogo sin violencia, de una cierta forma de civilización. Los independentistas han sacado lo peor de todos: el odio, el revanchismo y el rencor. No hay posibilidad de retorno; no hay ni debe haber espacio para el diálogo con los golpistas. Son ellos o nosotros. España se la ha de juzgar en Cataluña intentando sofocar, por todos los medios, la rebelión gestada en Cataluña. España puede salir victoriosa o derrotada, pero no puede aceptar la rendición que, bajo la palabra diálogo, preconizan pusilánimes como Pedro Sánchez.
Nos gustaría que todo fuese de otra manera pero las circunstancias son las que son. Hay que elegir el mal menor. Y no cabe esperar la bendición de nadie en este conflicto porque sabemos —y cómo nos duele reconocerlo— que los obispos españoles, al negarle al Estado el apoyo que tanto necesitaba, a ese Estado que los mima y los financia generosamente, se han sumado a la larga lista de traidores a la causa de la España constitucional. Uno es católico a pesar de esos curitas de voz aflautada y tripa prominente. Uno, si ha de elegir entre España o la Iglesia católica, siempre elegirá la primera, pues en ella nací y en ella quiero morir, y que luego sea lo que Dios quiera.
Amén.