VALÈNCIA. Nunca hemos estado faltos de tradición de tebeos en España, pero la llegada del underground americano fue un impacto. Un servidor la recibió en la adolescencia, justo cuando ya empezaba a cansarse de Ivá y de buscar Papus en el rastro de Madrid. De todos los artistas que descubrí gracias al Víbora de Hernán Migoya hubo uno que me marcó. Era Peter Bagge.
Como miembro de la generación más preparada de la historia, la que había vivido toda su vida en democracia, en lugar de leer a Ramón J. Sender, dedicaba la mayor parte de mi tiempo libre a ver Sensación de Vivir, Melrose Place, Salvados por la campana, California Dreams y un largo etcétera de subproductos americanos. Cuando Bagge cayó en mis manos, concretamente Odio, tenía ante mí el reverso tenebroso de todas esas series. Era como si Albert Pla le escribiera el discurso de Navidad al rey.
Por otro lado, no sé de dónde salió, pero de repente también empezó a causar estragos entre la población joven y adolescente el "buen gusto musical". Una verdadera epidemia, sobre todo porque la música prototípica era muy mala. El grunge, excelentes músicos y personas, no lo dudo, era muy malo. Era deprimente sin ironía ninguna y comercializaba con el underground. Esto es, con lo que no se podía comercializar. Por eso era muy falso, pero la gente se lo tomaba muy en serio, como pasó con el indie dichoso después. Peter Bagge, cuyo personaje, Buddy Bradley, se encontraba en Seattle en esos momentos en los que era la capital grunge del mundo, se descojonaba de toda esa escena.
Por eso Bagge fue tan terapéutico, tan útil. Daba "Fuerza para vivir", como el libro de una secta ultraderechista que vendía Donato en un spot televisivo, porque nos daba herramientas para poder reírnos de lo ridícula que es la adolescencia y la juventud y sus ínfulas. Desde entonces, mucho ha avanzado el cómic como industria, pero quizá uno de los alumnos más aventajados de Bagge en España fue Ferran Esteve.
Al igual que el neoyorquino, Esteve publicaba un fanzine. Se llamaba Gagarin que tenía un formato similar a Mundo Idiota, el zine de Bagge. Un cajón de sastre de historietas de diferentes estilos en cuyas páginas el autor se desfogaba y daba salida a sus ansias por dibujar.
Entre sus números, hubo escenas memorables, como la historia cruzada del colegio religioso en la que un chaval tenía problemas con un profesor por burlarse del beato fundador de la institución, el cual a su vez chateaba con una menor -en realidad, con otra persona que trataba de aprovecharse de él, como el noventa por ciento de los varones que chatearon con nicks femeninos antes de las redes sociales en las salas de chat de los portales más famosos.
El patetismo se mostraba en todo su esplendor, con realismo soviético, atención al detalle y transiciones suaves y pausadas. Además, el remate de la hilarante historia era una reflexión bastante pertinente sobre el catolicismo que tenemos incrustados en el cerebro aunque no creamos en Dios.
Otro personaje, llamado "Falso antisistema", también tenía un comportamiento totalmente ridículo y lamentable, propio de su condición de rebelde de pega. La crueldad que Esteve mostraba con él también era muy Bagge, Crumb, Clowes o Tomine.
Pero si hay que destacar algo eran sus múltiples referencias al engorde del ego masculino con la acumulación de objetos, ya sean juguetes o souvenirs de cosas de culto, tipo películas o referencias rockeras, y discos y deuvedés. Una conducta sobre la que ahora, que lo tenemos todo en internet, se puede frivolizar, pero que no era cosa de broma en su día. Mal llevada, se convertía en una obsesión que costaba mucho dinero, quitaba mucho espacio y no satisfacía más que un ego enfermo.
Esteve conocía ese mundillo y se lo repasaba con alusiones a la actitud de los críticos musicales, la gran mentira que fue la industria cultural en este país, aquellos treintañeros amargados que por trabajar en una tienda de discos sentían que tenían al sistema cogido por los huevos y un momento mágico, el de la llegada de las gafas de tolai o pardillo de las películas estadounidenses que, por lo que sea, se pusieron de moda hasta hoy. Ya fuese de pasta, modelo 60s y 70s, ya fuesen de pera, modelo 80s.
El fanzine Gagarin desapareció, Esteve digamos que maduró, pero no dejó nunca de dibujar. Ha seguido trabajando como ilustrador al margen de otras ocupaciones más lucrativas y lanzando fanzines. Ahora con un denominador común, la libertad absoluta, que es una de las ventajas que tiene autoeditarse. Preguntado por esta afición, el autor explica que no puede dejar de dibujar, porque sencillamente: "Es lo que me sale".
Los sonidos del bosque es su última creación. Reúne muchas de las características del noble arte de la viñeta que tanto amamos, el único en el que absolutamente todo es posible. Trata de la aventura de un chaval cuya cabeza es un radiocassette de los antiguos que se va por ahí con un amigo, con cabeza de perro, con la intención de tocar música. Recorren pueblos, acaban en el bosque y terminan viviendo en comuna, antes de que sucedan reveladores fenómenos.
Podría ser cualquier película independiente de los 90 antes de que Sundance significase un género peyorativo. Por ejemplo, tiene un aire a la dulzura de Box of Moonlight de Tom DiCillo, pero como hablamos de viñetas, Esteve se da el placer de plantear situaciones de corte onírico. Todo al servicio de la revelación final, una enseñanza contra el dolor de comedura de tarro innecesaria que muchos sufren, sufrimos o hemos sufrido.
Un registro, la ficción en lugar del autobiográfico, que, según me explica el autor, ha llegado a él de forma natural a causa de, entre otros motivos, la sobre exposición de vida personal que existe en la actualidad por las redes sociales. Cuando empezó a dibujar sobre sí mismo y su vida, confiesa, no había tenido lugar este fenómeno ni nos lo imaginábamos. "No sé si necesitamos más historias cotidianas", sentencia. Los sonidos del bosque se puede adquirir aquí en la web del autor.