Hace una semana, la Diputación de Alicante celebraba por todo lo alto el 200 aniversario de la creación de las diputaciones provinciales, surgidas al calor de las Cortes de Cádiz y con el fin de liquidar el orden administrativo del Antiguo Régimen a través de un modelo de descentralización del Estado basado en las provincias. Con la Restauración Democrática y la Constitución de 1978 hubo que hacer encajes de bolillos (muchos) para redefinir el papel de estas instituciones tras la creación de un nuevo marco jurídico: la creación de las autonomías con capacidad legislativa. Básicamente el papel de las diputaciones, según la Ley Reguladora de Bases del Régimen Local, es la de proporcionar “asistencia y cooperación jurídica, económica y técnica a los municipios, especialmente a los de menor capacidad económica y de gestión”. Lo recordaba Carlos Mazón en un extenso artículo en el diario Información: de los 141 municipios de Alicante, 88 tienen menos de 10.000 habitantes, mientras que Antonio Mira-Perceval hacía un repaso histórico exhaustivo para llegar a la conclusión de que los absolutistas, Fernando VII, boicotearon la puesta en marcha de estas instituciones hasta la regencia liberal de María Cristina. No sé si era una metáfora sutil de tildar al PP de absolutista.
La realidad, y no es cuestión de remontarse al año de la picor, es muy distinta a la teoría. Desde la Democracia, la Diputación de Alicante, una corporación local, que no se olvide, ha operado en no pocas ocasiones como contrapoder de la Generalitat Valenciana, algo que practicó con gusto el socialista Antonio Fernández-Valenzuela en sus peculiares batallas contra el entonces presidente de la Generalitat, el socialista Joan Lerma. En el fondo de todos los fondos, a Moscú le hubiera gustado que Alicante fuera comunidad autónoma propia: fue el primero en detectar que València había creado una suerte de nuevo centralismo en detrimento de Alicante, cantinela que no ha cesado en estas tres últimas décadas. No hablo de su predecesor, Luis Díaz Alperi (UCD) porque no me alcanza la memoria y porque fueron tiempos de absoluta transición, cuando se estaba cocinando la pre-autonomía.
Valenzuela usó y abusó de la institución con prácticas nepóticas para colocar a militantes socialistas de su cuerda en todo tipo de cargos que se prestaran a ello y que no requerían de concurso público (infinitos entonces, no había tantos miramientos como ahora). Va en su desmérito: también tuvo muchos méritos, ojo. Las prácticas nepóticas pervivieron y pervivieron, con perfiles más técnicos, Mira-Perceval, impulsor del SUMA, y los populares Luisa Pastor, luchando con energía para crear el área del Ciclo Hídrico, y César Sánchez, supuestamente neutro, incoloro e insaboro.
Al popular Julio de España, 1995-2003, se le puede perdonar casi todo porque puso en marcha el Museo Arqueológico Provincial, todo un referente en Europa. Casi todo. José Joaquín Ripoll accede a la Diputación en 2003, tras ser vice-presidente de la Generalitat, y fue, al más puro estilo valenzuelista, el que restaura y focaliza la Diputación como contra-poder a su más íntimo enemigo y compañero de partido: Francisco Camps. Algún día habrá que esclarecer las cuentas de las aportaciones para la construcción del Auditorio Provincial, otro gran hito junto con el MARQ, a costa del permanente rifirrafe que mantuvieron ambos (Ripoll, zaplanista hasta la médula, y Camps, el depositario de los designios históricos del Antiguo Reyno). Al final llegó a buen puerto el proyecto de García Solera, tras un proceso con momentos de patetismo para arañar fondos de la Generalitat. Ripoll, que tanto criticó la connivencia de Alperi y Sonia Castedo con el constructor y urbanizador Enrique Ortiz, cayó en la misma trampa a cuenta del Plan de Residuos de la Vega Baja que ahora se dirime en los juzgados. El regador regado. Presuntísima corrupción. Ripoll fue para Camps lo que el castellonense Carlos Fabra (con aliento de Rita Barberá) para Zaplana: un grano en el culo.
Ninguno de los citados, podríamos hacer la excepción de Luisa Pastor, abandonó prácticas nepóticas. Hinchar departamentos para recolocar a los suyos (“hay que darle una salida digna a fulanito que se ha quedado sin acta de concejal o de diputado autonómico”), sueldos estratósfericos para asesores que en el mejor de los casos no pasarían de ser mileuristas, y, no todos, con ínfulas de virrey provincial.
A Carlos Mazón le ha tocado el papel de contra-poder de la Generalitat, aunque a diferencia de Valenzuela o Ripoll, lo hace contra un Gobierno autonómico de distinto color político, y lo hace con gusto, no le queda otra, en su condición también de candidato del PP a la Presidencia de la Generalitat Valenciana. Lleva tres años instrumentalizando la Diputación para proyectar su carrera política: instrumentalizar puede ser negativo o neutro; escojan. Y Ximo Puig se lo pone a veces a huevo: no asistiendo por ejemplo a la manifestación del otro día contra los recortes del trasvase Tajo/Segura Tajo a diferencia del presidente murciano López Miras. Y tres años con el enredo de los Fondos de Cooperación de la Generalitat. Y dos huertos que desde mi modesto punto de vista requieren de la necesaria colaboración de la Generalitat: los archi-anunciados palacios de congresos para Elche y Alicante. La Diputación, el ayuntamiento de los ayuntamientos, está para lo que está: para atender a los municipios más desfavorecidos y de menor población. También para vertebrar el territorio, la provincia en este caso. También para poner en el mapamundi el Turismo de la Costa Blanca, sincronizándose con la Generalitat, o espacios/hitos para la Cultura, sincronizándose también con la Generalitat. Nunca para ser un reino de taifas. Menos aún para duplicar gasto público: jamás de los jamases.