VALÈNCIA. Por culpa de la música, mi vida interior cambió radicalmente en 1977, ningún año tuvo una fuerza transformadora tan grande como aquel. Acepté entonces que, salvo honrosas excepciones, la gran mayoría de los discos hechos con anterioridad no eran para mí. Ni el rock ácido de California, ni el rock duro, y mucho menos el sinfónico. Con el tiempo y con el desarrollo de mi afición, que me llevó a hacer de mi afición mi trabajo, llegué a comprender y a respetar esos y otros géneros, pero en aquel momento de ardor adolescente, todo lo que no me apasionaba me molestaba. Era una cuestión hormonal, emocional, intelectual, sexual. No quería que me metiesen en clubs en los que no quería estar, solamente quería ser yo mismo. Algunos de los discos de moda de aquel verano fueron Hotel California y Year of the Cat. A día de hoy, sigo sin soportar a los Eagles así que hay una parte de ese cabreo adolescente que no me abandona, y me alegro de que así sea.
Más que un año, 1977 es una marca indetectable en alguna parte de mi cuerpo. También es el momento en el que parte de la música popular se resetea, para arrancar en un nuevo comienzo que, visto con suficiente perspectiva, ni fue tan nuevo ni tan comienzo. No hubo cambios radicales en los sonidos sino en las actitudes. En lo estrictamente musical, el punk fue un estilo más bien continuista, pero 1977 es también el año en el que la música disco explota como fenómeno social gracias a la película Fiebre del sábado noche y a su banda sonora. También es cuando la música pop se vuelve mutante por culpa de Giorgio Moroder, artífice de “I feel love”. Punk, disco music y electrónica. Estas son las tres columnas que sostienen ese año. Desde un punto de vista estrictamente personal, estas son las tres epifanías que yo necesitaba para articular un nuevo mundo donde tuviera cabida mi nuevo yo.
1977 fue para mí lo que 1967 para la generación anterior a la mía. Ese mes de junio cumplí 14 años, lo cual significa que atravesaba una etapa vital idónea para absorber todos aquellos impactos. Lou Reed y Patti Smith no sacaron álbumes a lo algo de aquel año, pero igualmente pertenecían a él, por idiosincrasia y porque fue durante aquel año que caí rendido ante ellos. Era imposible acceder a todos los discos que me interesaban entonces; no tenía suficiente dinero –nunca se tiene-, y tampoco podía comprender la importancia de todos ellos. Pero quedaron ahí dispuestos, formando un camino de baldosas de vinilo que conducía a una versión rebelde de Oz. En 1977, el año en el que los jóvenes grupos ingleses increpaban a los clásicos, volvieron a estar de moda los Beatles, razón de más para seguir ignorándolos. Si te gustaba el rock no estaba bien visto que te gustase la música discotequera. Me daba vergüenza decir que tenía la banda sonora de Fiebre del Sábado Noche –me la regaló mi padre- y más aún reconocer que tenía canciones que me gustaban mucho. Dos años más tarde hubo una quema pública de vinilos de música disco en un estadio de Chicago. Aceptar en público que te gustaban ambas cosa equivalía a crear un cisma. Igual que ahora cuando en la redes sociales dices que te gusta Rosalía. Una de las ventajas de hacerse viejo es que cuando la historia se repite, tú ya te sabes el final.
En 1977 muchos de los que terminarían siendo mis artistas favoritos -Ramones, Bowie, Iggy Pop, Giorgio Moroder, Ultravox!- publicaron dos álbumes. En 1977, Kraftwerk grabaron Trans Europe Express y fue cuando la música se hizo líquida y se convirtió en una nueva Vía Láctea. En 1977 Londres ardía, pero Nueva York también, aunque se trataba de fuegos muy diferentes. El inglés amenazaba con reducirlo todo a cenizas y arruinarle el jubileo a la reina Isabel. El neoyorquino eran más bien hogueras que no se prendían en la calle, pero ardían cerca de las que encendían los sintecho para calentarse. Los primeros discos de Richard Hell, Heartbreakers, Dead Boys, Suicide, Television y Talking Heads aparecieron en 1977. Los quería todos pero la mayoría de las veces tenía que conformarme con leer sobre ellos en el Popular 1, Vibraciones o Disco Express. Los quería todos, pero, aunque hubiese tenido dinero suficiente para adquirirlos, dar con ellos no resultaba una tarea fácil. Los quería todos, y ahora que llevan conmigo unas cuantas décadas, cada tanto los escucho para constatar si ellos me siguen queriendo a mí. Hace un par de semanas falleció Jordan, la dependienta de la tienda SEX que regentaban Malcolm McLaren y Vivienne Westwood. Al enterarme de la noticia tuve la necesidad de escuchar de nuevo a los Sex Pistols. Never mind the bollocks, el primer y único álbum de estudio del grupo, se publicó en octubre de 1977. Si el rock & roll está hecho de sexo y rabia, si la catarsis que ambos producen al colisionar entre sí puede convertirse en belleza, este álbum es el vivo ejemplo de ello. Y Jordan era eso. Cada vez que abría una revista, ella estaba allí, cerca de los Pistols, con su maquillaje cubista, con el pelo convertido en una especie de cornamenta, hostil, atractiva, peligrosa.
1977 es sagrado porque con él da comienzo una de las mejores épocas de la música popular moderna. Es una especie de progresión aritmética en la que se van acumulando inventos y hallazgos, nuevas formas de lenguaje, que tienen su último momento de esplendor en 1981. The Iidot y Low aparecieron en enero y marzo de ese año, respectivamente. Lust for life y “Heroes”, lo hicieron en agosto y octubre. Al mirarlo, el calendario de efemérides es que algo muy importante estaba sucediendo. The Clash llamaban a la revuelta callejera mientras Bowie proclamaba que había vida creativa en la vieja Europa, el continente de Kraftwerk y Moroder. Entre las ruinas de los bombardeos de la guerra estaba el futuro, la música electrónica. Antes de que el año llegara a su fin, Eno publicó Before and after the science, que contiene haikus sonoros como “By this river”, el contrapunto bucólico a la furia desatada del punk. 1977 fue todo eso. 1977 soy yo. Es el año al que, de la manera que sea, quiero viajar aunque sepa que ya no es posible resetear nada.