Ella espera mi llamada todas las noches. La fórmula mágica que hace saltar la espita verbal es un simple “hola, cómo estás”. Muchas veces es mi única intervención en una plática en la que mi madre lleva la voz cantante, los coros y hace sonar todos los instrumentos al unísono. La llamo para que me hable, para que deje salir todas esas palabras que va acumulando durante el día mientras espera que alguien la escuche, que le dé la réplica o que simplemente no la mande callar. El teléfono actúa como una pastilla relajante antes de irse a la cama. Dice que lo peor de los años no son los dolores crónicos, ni la pérdida de visión, ni el vacío que queda tras toda una vida organizando su pequeño mundo y el de quienes la rodeábamos. Lo peor es el silencio. Tropezarse con el eco de su voz como único habitante sonoro de una casa acostumbrada al estrépito.
Echar los dientes detrás del mostrador de una tienda de ultramarinos hace que se te aguce la lengua como una herramienta de trabajo. Porque las clientas no solo iban a llenar la cesta de la compra, iban a desahogarse entre un quilo de arroz y tres sardinas embarricadas. Yo escuchaba agazapada en mi dormitorio de la trastienda las rezongas de Mercedes que tenía prohibido el chocolate por un azúcar descontrolado. O las discusiones con Rafaela sobre cuánto debía durar el luto por su difunto. Y mi madre opinando sobre todo mientras añadía un tomate de regalo “que esto no te hace daño”.
Después de una vida entera ejercitando la oratoria, el silencio es un enemigo temible. Por eso la dejo que se explaye con los pormenores de sus dolencias, con las de sus vecinas, con los desplantes del técnico que no viene a arreglarle el televisor, con los ingredientes de la sopa de verduras, con la homilía de la misa del domingo… Va saltando cual cabra loca de tema en tema sin acabar ninguno hasta que se da cuenta de que ha perdido el hilo y repliega velas. Yo la dejo hacer porque es la mejor cronista que conozco. Su voz es ese traslador con el que viajo hasta lugares y personas que están a punto de desaparecer de mi memoria.
Ignoro si esta terapia lingüística con mi madre tiene algún fundamento científico pero a nosotras nos funciona. Yo practico conmigo misma verbalizando mis pensamientos cuando estoy sola, preguntándome y respondiéndome en voz alta, ordenando con palabras mis próximas acciones para que el oído refuerce la memoria que se hace jirones con el tiempo. Lo hago por puro instinto pero ahora ya sé que me estoy curando en salud.
El psiquiatra Luis Rojas Marcos dice en su último libro «Somos lo que hablamos» que las mujeres vivimos más porque, entre otras cosas, nos comunicamos mejor. Que hablar, o hablarnos, estimula la autoestima. Que 15.000 palabras diarias mejoran nuestro bienestar físico, mental y social. Así que ya no me preocupa que me consideren una chiflada que conversa consigo misma a falta de un mejor interlocutor. Estoy entrenándome para combatir el aislamiento de una sociedad abocada a la incomunicación sonora. Cuando era niña, mi madre me decía que cantara para espantar el miedo. Ahora, hablamos cada noche para ahuyentar su soledad.