Hoy no os hablaré de Políticos en Zapatillas. Hoy es el día de la Corrupción y nos vamos a poner más serios. Bueno, para ser más exactos, el día en el que Naciones Unidas –que parece tener una cosa para cada jornada- celebra la jornada internacional contra la Corrupción.
Desde luego, los datos globales que maneja la ONU son espeluznantes: cada año se paga el equivalente a un billón (con b) de dólares en sobornos, y un cálculo más bien conservador de un organismo (tozudamente conservador) como Naciones Unidas estima en 2’6 billones de dólares los recursos defraudados al sistema mediante las múltiples caras (y bolsillos) que adopta la corrupción en el mundo.
Esto quiere decir, para que nos entendamos, que si la Corrupción fuera un país, atesoraría el 5% del PIB mundial, casi al nivel de economías como la de Japón, por ejemplo, o tres veces más que España, sin ir más lejos. Por cierto, estos mismos estudios que miden el impacto de la corrupción en nuestras sociedades nos revelan, que los eventuales mandatarios y representantes de esta antiquísima República Global del Fraude visten traje de chaqueta y comparten código postal con muchos de nosotros, aunque esa es otra historia que, por grosera, no cabe hoy en este artículo.
Declinada en clave local, cercana, la corrupción, es, si cabe, más dolorosa y polémica.
Si resulta gratificante comprobar cómo todos compartimos una cómoda y firme opinión común de denuncia de esta corrupción de naturaleza casi africana que salpica los informes de los organismos internacionales (normalmente escucharéis aquello de “nosotros los demócratas…” como indispensable entradilla en boca de un orador comprometido contra esta lacra), esta armonía desaparece al analizar el alcance y las consecuencias de la propia corrupción política e institucional y especialmente, al investigar y denunciar las causas y origen de un fenómeno que se interpreta como si de una plaga bíblica se tratase.
Desde luego, y aunque los síntomas de la lacerante colusión entre los intereses del poder y los del dinero se han manifestado en todas partes, es cierto que, en algunos lugares, y por razones diversas, los estragos morales de la corrupción se presentaron como un endemismo, como un particularismo que marcó, manchándola, la agenda pública y con ella, el relato del territorio, de su economía y su sociedad.
Quienes lean estas líneas desde lugares como la Comunidad Valenciana, en España, entenderán de qué hablo. Si en su novela Crematorio, Rafael Chirbes nos regaló un testimonio crudo y dolorosamente reconocible sobre la vía valenciana a la inmoralidad y a la escombrera ética con epicentro en la inolvidable Misent, en términos puramente económicos, la corrupción percibida, que no coincide exactamente con la real, ha hecho un daño enorme a los activos intangibles de nuestro territorio que aún hoy se deja sentir.