Como decíamos, nada supera actualmente en interés a la divulgación científica de los avances de la física. Divulgar ciencia no es fácil. Hacerlo bien implica una serie de cualidades clave, siendo la más importante la habilidad para explicar con sencillez conceptos a veces extremadamente complejos. Pero más allá de hacerlo bien hay un mundo maravilloso de posibilidades (hablar de física es hablar en términos de lo que puede ser, que no siempre acaba siendo aunque a veces sí, y ahí está el misterio y lo hermoso), posibilidades con las que algunas personas saben crear arrebatadora belleza literaria. Una de esas personas, la más destacada en el campo de la ciencia hecha pasión poética, es el físico teórico Carlo Rovelli, autor de obras prodigiosas como El orden del tiempo, o Helgoland, y ahora de White Holes. Inside the Horizon [allen Lane, con traducción al inglés de Simon Carnell], que presumiblemente llegará a España como Agujeros Blancos. Dentro del horizonte, porque cuando esto se escribe solo se encuentra disponible en inglés, aunque poco quedará para que Anagrama ponga en circulación la nueva obra maestra fascinante del italiano, quien en esta ocasión enlaza la Divina Comedia con, de nuevo, una posible solución einsteniana: sobre el papel, en las ecuaciones que anticipaban los ahora muy reales agujeros negros, el tiempo no es un actor principal, lo que significa, a grandes rasgos, que podríamos concebir el proceso al revés, de tal forma que tendríamos un objeto opuesto al agujero negro: si de este nada puede escapar, en su reflejo nada podría entrar. Esto, por supuesto, no es tan evidente ni tan simple, pero Rovelli es capaz de llevarnos de la primera página a la última en un ay, reservándose todavía sorpresas, casi giros de guion, para el inevitable final, porque como él mismo explica, todo acaba llegando a su fin con el tiempo necesario. Incluso los agujeros negros, o los blancos.
¿Creen sus colegas en la existencia real de estos fenómenos? No, pero Rovelli no es un cualquiera. Su trabajo, centrado en la gravedad cuántica de bucles, tiene esa sustancia, ese brillo de algo que resulta —con toda la humildad que afirmar esto demanda para no hacer el ridículo— plausible, o al menos, sin fundamento alguno más que la confianza ingenua en la intuición, aspecto de salto futuro. Si Rovelli y su equipo aciertan, estaremos ante una nueva física que quizás nos lleve a dar un paso más en el entendimiento de qué es esto que habitamos (nótese que obviamos preguntas que nada pintan aquí, aquellas del por qué, o del quién). No obstante, el trabajo de toda una vida del italiano podría verse finalmente descartado, y aun así se habría hecho ciencia: ya sabríamos lo que no es. Así es la vida científica, que no tiene (o no debería tener) que ver con zascas ni con jaurías (con perdón de los cánidos), sino con una búsqueda genuina de la verdad. La Divina Comedia, nosotros entrando en un agujero negro y quizás saliendo a través de un agujero blanco pero en otro espacio, en otro tiempo, reducidos, eso sí, a información elemental. ¿Fue el Big Bang un inimaginable agujero blanco que todavía se encuentra en expansión? Sugerente, aunque poco probable. Porque a lo que apunta Rovelli es a que los agujeros blancos, a diferencia de los —se acaban los adjetivos superlativos— agujeros negros, no son simas profundísimas, tan profundas que haciendo real la magia, pueden ser más grandes por dentro que por fuera, sino que consistirían en delicados insectos cósmicos, minúsculos aunque abundantes, tanto que podrían tener la respuesta para otra gran pregunta de la ciencia de nuestro tiempo, esa que tiene que ver con la oscuridad incomprensible que lo mantiene todo unido, y por otro lado, nos aleja sin remedio.