Julio es un mes absurdo y exasperante del que solo cabe esperar que acabe sin sobresaltos. Es largo y anodino como una carretera americana, de las que no permiten adivinar el principio ni el final, como una panorámica del universo, como los capítulos centrales de Guerra y paz. Julio es un mes largo y sin respiro, un puente eterno entre el hormigueo de la primavera recién acabada y el canto de las chicharras del mediodía. Un castigo del calendario que concluye en un despeñadero desde el que se contempla agosto y sus treinta y una banderas rojas.
Uno cree que ya ha comprendido el sentido daliniano del verano en Alicante hasta que llega Cristina, una compañera, y le aporta datos, con el rigor que dan la experiencia y la distancia. Alicante es una fuente de noticias, un surtidor de sucesos, el primer teléfono que se descuelga cuando en las redacciones de fuera no saben por dónde salir. Antes parecía que Alicante en agosto era la nada y el resol, un mar en calma y el zureo de las palomas de la siesta, pero no. Es lo que sucede con los localismos de centímetro y pasito, que son incapaces de escuchar las voces que llegan desde el otro lado de la carretera. Uno, que ha tenido por costumbre apuntalar las vacaciones de los demás mientras esperaba la llegada del humilde septiembre, no veía más que reportajes de arena y sombra, de charca y luz, de tortugas y melanomas y, como mucho, una puerta abierta en el cielo de Elche para cuando aprieta la Virgen de la Asunción. Sin embargo, esta provincia de turismos y barcos en lontananza y aviones que juegan al tres en raya y trenes que apuntan hacia la frontera es también el recodo en el que se esconden las altas presiones y los bajos instintos. Somos una crónica de sucesos que remoja los pies en el Mediterráneo y que sabe preparar el mejor de los arroces.
Lamentablemente, no podemos hacer nada para solucionarlo. Vivimos, casi todos, salvo en la funcionaria capital que baja sus persianas hasta nueva orden, del reclamo de la primera línea de playa, del apartamento abarrotado, de las piscinas sin huecos, del despertar adolescente a la hormona desbocada. Vivimos de la suma, de la multiplicación, de la fórmula exponencial de nuestros 300 días anuales con sol, que son más que los que llegará a ver un dublinés en toda su vida. A cambio, pagamos el tributo del sudor, el agobio, los viajes con los niños en los asientos traseros del coche, los partidos de pretemporada y el amargo frescor de la cerveza. Somos muchos y cuando somos muchos, acabamos por sobrarnos los unos a los otros. Y llegan la crónica negra, el calor asfixiante, el accidente, la chispa y la incapacidad de responder al oleaje.
Quizá en algún momento demos con el secreto de poder convivir entre la muchedumbre y la rutina del verano junto al mar. De momento, menos mal que acaba julio con su kilometraje de arenas. Agosto es una babel de roces y bañadores, el norte de las brújulas que no marcan ningún camino, pero juega alas cabañuelas y cae en suave, para mi gusto demasiado suave, pendiente. Tengan unas felices vacaciones.
@Faroimpostor