Cuando Stephanie Aparicio iba de niña a Chelva y el coche de sus padres trazaba las curvas por la carretera, ella se quedaba absorta mirando por la ventanilla y preguntándose por qué la tierra que se veía en el lateral era tan roja. Luego, ya en el campo, sentía curiosidad por todo lo que le rodeaba. Así que el día que tuvo que dejar el instituto y elegir la puerta que abrir, lo tuvo claro: Ciencias Ambientales. Antes de eso, su vida dio muchos bandazos: nació en Francia, creció en Cataluña, pasó por Colombia y acabó en Valencia en cuarto de Primaria. Tres países y cuatro hogares en apenas diez años. No está mal.
Esta mujer de 33 años -le entra la risa, como de ¡uy qué mayor!, al responder la pregunta de su edad- nació en Saint-Priest, en la metrópoli de Lyon, porque su familia materna había emigrado a Francia en la posguerra. Su madre se crió allí desde los 3 hasta los 37 años. Ella ya nació en este país y por eso le pusieron el nombre en francés, Stephanie, al que, lejos de renunciar, ha defendido con uñas y dientes.
La familia regresaba en verano al pueblo, a Chelva, y allí su madre conoció a su padre, que estaba en este municipio formándose como guardia civil. Cuando se casaron y tuvieron a Stephanie, el hombre fue destinado al País Vasco, en los años de plomo, para combatir a ETA desde el GAR, el Grupo Antiterrorista Rural. Stephanie era una chiquilla que no se enteraba de nada, que prácticamente no sabía qué hacía su padre ni contra qué criminales luchaba. Eso vino después. Cuando, a los cinco a seis años, lo mandaron a Manresa con los tédax, los especialistas en desactivación de artefactos explosivos. Allí, en el Bages, tuvo conciencia por primera vez de los peligros que había en el mundo y del terror que podía causar esos que llamaban ETA.