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la nave de los locos

Ser matador en Benidorm

En el centro histórico de Benidorm he descubierto al torero que puede salvar la fiesta. Cada día recibe las ovaciones de cientos de turistas.  Es todo arrojo y pundonor, no como esos figurones ya consagrados que, con sus apaños, caprichos y vetos, llevan a la tauromaquia a un callejón sin salida  

La plaza de la Cruz es la más concurrida de Benidorm. De ella nacen dos de las principales arterias de la ciudad: la alameda del alcalde Pedro Zaragoza Orts y el paseo de la Carretera, más conocido como la calle del Coño, que lleva a la playa de Poniente. La calle del Coño es muy comercial, casi tanto como la de Gambo. En las pasadas Navidades, la mitad de la ancianidad del continente europeo y de la Gran Bretaña la recorrió con o sin la ayuda de un bastón. Algunos se dejaron sus buenos euros comprando joyas, calzado, ropa y perfumes.

La plaza de la Cruz no se parece a la de las Ventas. Eso salta a la vista. Pero en las dos hay matadores que se juegan la vida en busca de la postrera gloria. Escribo con conocimiento de causa: estoy en la plaza de la Cruz, sentado en la terraza de una cafetería muy frecuentada por vejestorios. Soy uno de ellos. Delante de mí, a escasos metros, hay un hombre de entre cincuenta y sesenta años, bajo de estatura, poco agraciado de rostro, que gasta unas largas patillas pintadas con betún. Viste un traje de luces rosa con bordes dorados, y se tapa el ojo izquierdo con un parche, a semejanza del diestro Juan José Padilla. Este hombre se gana la vida lidiando a un torico, apenas perceptible a la vista, que me recuerda al que preside la plaza Mayor de Teruel.

Mientras bebo un café con leche observo cómo la gente se detiene ante el torerín y le hace fotografías con los móviles. Cuando alguien saca una moneda y la lanza sobre una montera tendida en el suelo, el diestro responde con una verónica de antología. Después, tieso como un palo, levanta el brazo derecho y saluda como si estuviese en la corrida grande de la Maestranza.

—¡Va por ustedes! Feliz año.

La plaza de la Cruz de Benidorm no se parece a la de las Ventas. Eso salta a la vista. Pero en las dos hay matadores que se juegan la vida en busca de la postrera gloria 

El torito no se mueve, claro, porque es de plástico, como el que veíamos, hace muchos años, en la casa de la vecina del cuarto, encima del televisor y haciendo pareja con una gitana sevillana. ¡Así cualquiera hace una buena faena, sin peligro a la vista! Pero el peligro siempre llega cuando menos se lo espera, y tiene forma de un perrito que se acerca, ladrando, al torerito. Y este lo cita pero el animal no embiste. Su dueño lo convence, y el caniche, o lo que sea, se deja torear unos segundos, y nuestro héroe se luce ante un ser vivo. Al descubrirse para saludar al respetable, me doy cuenta de que está calvo. Me acerco, le doy cuarenta céntimos y compruebo que su montera está llena de monedas, de manera que el negocio de la tauromaquia, en contra de lo que se sostiene, tiene cuerda para rato. Yo también lo fotografío para tener un recuerdo de lo vivido, y el torerín me mira, ceñudo y muy digno, como si fuese a entrar a matar a un miura. Estoy por embestirle pero recuerdo que no me he bebido todo el café con leche y regreso a mi sitio.

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