VALENCIA. Una buena amiga mía espía a su novio. Lo hace abiertamente, menos para él, claro. Orgullosa, lógica, rozando lo irrefutable. «Lo hago por su bien», dice pausada y serena, entre el mordisco al cookie de chocolate blanco y el trago de Chai Tea Latte en el Starbucks: «Lo hago por su bien, cuando observo que algo se tuerce, le doy un toque, sutil, pero necesario; en ese momento cesa la conversación con la amiga de turno», ataque preventivo, medicina oriental, chi kung. «Solución diplomática no violenta», leí en un tostón de John Grisham. Lo hace por su bien, tócate los huevos.
En fin, mujeres. Permítanme aquí un apunte personal. Una magdalena proustiana: la primera vez que se me cruzó por la cabeza el frugal pensamiento de que jamás (o sea, jamás) entendería al sexo ‘débil', tendría unos seis años y estaba sentado junto a Laura, hermana de mi madre, recién divorciada de Eugenio (gran tipo, por otra parte). Laura, ante mi inocente y sencilla pregunta «¿Por qué lo has dejado, tita?», respondió con un verso flamenco de Pepe de Campillos que aún recuerdo (de verdad) letra a letra: «Quién me va a entender a mí, si yo misma no me entiendo».
Y de aquellos barros (obviamente) estos lodos. Algunos -o sea, muchos- años después dedico parte de mi tiempo a contestar un estúpido consultorio sentimental donde ellos y ellas vierten sus cuitas amorosas en la bandeja de entrada de mi e-mail. Doscientas treinta consultas después ustedes pensarán que debo tener una perspectiva más o menos clara del asunto en cuestión: faldas. Les cuento... Se produce un divorcio cada seis minutos en España. En el tiempo que han dedicado a leer esta revista se habrán separado tres parejas. La tendencia es catastrófica: de cada diez matrimonios se producen seis divorcios (exprés, claro). ¿Por qué? ¿Quién es el culpable? Ojo a este dato: Facebook causa el 20% de los divorcios en Estados Unidos. El 80% de las pruebas de infidelidad que se presentan en los juzgados de lo civil son fotos de la parienta tonteando con otro en redes sociales.
Resumiendo, una de cada cinco parejas se separa por culpa del Facebook de las narices. Ya ven, resulta que en este hoy tan cursi, tan diplomático y tan meapilas (no fumes, no comas carne, no te drogues, practica running, no levantes la voz...) el problema de fondo son los celos. Ella -obviamente- nunca lo admitirá, pero ya te lo digo yo: esa dulce niña mona de la que te has enamorado (lectora de Murakami y fan del sushi) esconde en su interior un hacker, un espía sin escrúpulos, un topo con más recursos que Q, aquel geek asesor de cachivaches de James Bond. Tú, inocente lector, crees que no; que todo está bien. Y confías en ella, porque la respetas y parece tan dulce... Así que te has tragado hasta la bola el cuento del «yo respeto tu espacio », de la tía moderna y cosmopolita que ve de puta madre lo del café del jueves con tus amiguitas y el buen rollo que te gastas con tu ex.
Ja. Colega, toma nota: ella espía tu Facebook, conoce al dedillo el historial de todas y cada una de tus ‘amigas', vigila tus likes, memoriza tus contraseñas, revisa tu última hora de conexión en el WhatsApp, vigila la geolocalización de cada una de tus fotos, inspecciona minuciosamente cada uno de los ‘me gustas' que regalas en Instagram, tus menciones en Twitter y el historial del navegador.
En serio, lo hace. A ti, que te crees tan libre. Pero no lo podemos decir. Y si lo dices, eres un retrógrado y un rancio. En fin, que la culpa (al final) es tuya. Bendito Ernest Hemingway: «Cuando una mujer siente alguna culpa, tiende a liberarse de ella echándotela encima».
(Este artículo se publicó en el número de febrero de la revista Plaza)