Cada uno tiene sus obsesiones. Diciembre es un mes propicio para revolverse en las mismas. La tortura medio placentera de hacer balance nos las devuelve jerarquizadas. Tiendo (tendemos, diría) a recurrir a nuestros mantras, respirar hondo y afirmar para adentro que el año venidero va a ser mejor.
Tengo dos obsesiones, es decir, dos ideas fijas o recurrentes que condicionan mi actitud. La primera se le debo a mis padres y a Joan Salvat Papasseit (vía Joan Manuel Serrat) que decía que tenir un propòsit no és fer feina; o lo que vendría a ser similar, en castellano, que hechos son amores y no buenas razones. La segunda es la nostàlgia de futur que sentía Josep Renau. Nostalgia que da nombre a esta columna quincenal, que he intentado interpretar en clave política y que incluso musicamos en el grupo 121dB.
No se me ocurre, una vez más, una mejor manera de plantear este inicio de año, clave para la València que habitamos, que recurrir a esas dos obsesiones. Una València orgullosa otra vez por fin de su toponimia: que otra vez por fin ve su nombre escrito sin pudor en novelas, ensayos y canciones. Una València al mar como la de Felip Bens o una València que no s’acaba mai como la de Vicent Baydal. Una València sin pereza, a la faena.
La nostalgia de futuro, origen y territorio reinterpretados con optimismo crítico, es un punto de partida para elaborar nuestra lista de deseos. Algunos de esos deseos, afortunadamente, ya se empiezan en parte a cumplir. Dejen que vaya a por la lista y que la construya a partir de las reflexiones, bastante obsesivas que he podido plasmar en este periódico durante el 2016.