Lo hablábamos el otro día en el curso de una cena que reunió a varios periodistas gastronómicos en torno a una notable cantidad de tapas y copas de vino. Cada vez vamos menos a menudo al barrio del Carmen, lamentábamos. Ese preciado cachito del casco histórico de la ciudad, que lo tenía todo para convertirse en un destino gastronómico de primer orden, ha perdido pulso frente a otras zonas de la ciudad. Afortunadamente, cada hecho tiene sus excepciones, y hay restaurantes como Paraíso Travel, La Càbila o Boucan -¡entre otros!- que te alegran la vida y parece que funcionan muy bien, gracias sobre todo a una clientela local que esquiva con destreza las numerosas telas de araña para turistas que han proliferado durante los últimos años en Ciutat Vella. Hoy, sin embargo, venimos a hablar de una casa de comidas estupenda -y de nombre muy reconocible- que no está recibiendo toda la atención que merece. Nos preguntamos por qué.
El Celler del Tossal fue durante años una de las casas de arroces predilectas para esos almuerzos de trabajo que requieren quedar bien. En general, todos los enterados de la cosa gastro sabían que en la cocina y la bodega de Luca Bernasconi eran de visita obligada. En 2019 se decidió traspasar el restaurante, que pasó a manos de un cocinero joven, pero con una experiencia profesional heterogénea y muy bien aprovechada que le convierte en un chef todo terreno. Javier Barrachina nació en la localidad manchega de Almansa, donde arrancó su trayectoria profesional. Se formó durante dos años y medio junto a Fran Martínez en el restaurante Maralba (dos estrellas Michelin); después de pasar una temporada en Kabuki saltó a Italia, donde tuvo la oportunidad de trabajar en al restaurante Alice de Milán -hoy rebautizado como Viva, y también con estrella Michelin-, a la vera de la reconocida chef Viviana Varese.
Una de las cosas que más nos gustan de esta nueva etapa del Celler del Tossal es la decisión de Javier de mantener la esencia de cocina de mercado y arroces que dio fama a los anteriores propietarios, pero llevando la carta a su redil. En su caso eso se traduce, por supuesto, en los guiños a la cocina manchega. Lo apreciamos en entrantes como el ajo matadero (a base de hígado de cerdo y pan) o los ajos tiernos enharinados y fritos, con lomo de orza y ajo negro. También le gusta tomar algún elemento muy de tierra adentro, como la salsa civet, típica en zonas de caza, pero sustituyendo la ligazón con sangre de conejo o ciervo por la de un pescado azul como la caballa. Además de la huella manchega, su cocina presenta rasgos sutiles de la tradición italiana, como la búsqueda de contrastes con sabores amargos. Lo vemos en uno de sus arroces insignia, el meloso de vaca gallega, que él termina con bajoqueta y kale, pero que funcionaría de miedo también con grelo gallego. “Es una de las diferencias entre la cocina italiana y la española. Aquí parece que huimos de los sabores amargos, mientras que en Italia se utilizan muy a menudo. A mí es de las cosas que más me gustan”, reconoce Javier.