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el callejero

Toni Costa, el taxista que baila y juega a pilota

  • Foto: KIKE TABERNER

VALÈNCIA. Toni Costa no parece que tenga setenta años. Ni de lejos. Ni por su aspecto, ni por su porte, ni porque, dice, juega todas las semanas varias partidas de pelota a mano. Con setenta años. Está muy bien, aunque, como toda la gente de esas edad, en cuanto les dices que están muy bien, te salen con que les duele esto y aquello. Pero él lo sabe y le gusta que se lo digan. Quizá porque nada hacía prever que llegaría tan bien a este segmento de su vida saliendo de donde salió, de una aldea de Albacete donde sus padres, casi analfabetos, sobrevivían como pastores y agricultores, cuidando las vacas y las cabras y labrando el campo con la ayuda de unas mulas. En una familia así, con una vida así, no había muchas más opciones que ponerse a trabajar cuanto antes, y Toni ya empezó a ayudar en casa a los 16 años con el primero de sus oficios: cobrador de autobús. Luego vendrían muchos más mezclados con otras aficiones casi profesionales, como la de pilotari o bailarín. Pero eso sería después.

De La Gila, una aldea dependiente de Alcalá del Júcar, salía un autobús a Albacete. Y ahí metió la cabeza Toni cuando aún era un adolescente. Su faena no se ceñía únicamente a cobrar el billete, en cada viaje siempre le tocaba hacer un recado: bajar a por un documento para un pasajero, subirle a otro un medicamento, recoger un paquete... En uno de esos recados acabó en una oficina para manchegos que querían emigrar. Allí vio que había varias ofertas de trabajo para el extranjero y el chaval preguntó en cuál pagaban más. Le dijeron que en una fundición de unos altos hornos, y entonces dijo: "Yo quiero ese trabajo". Semanas después, tras un viaje interminable en tren por medio continente, llegó a su destino, una ciudad cercana a Dortmund donde había una metalúrgica con 16.000 empleados.

Foto: KIKE TABERNER
Toni Costa fue uno de tantos españoles que se marcharon en los sesenta a otro país en busca de un sueldo con el que vivir y ayudar a la familia que se quedó atrás. No recuerda si era mucho o poco. Él gastaba lo mínimo y el resto del jornal lo enviaba a casa. Su mayor sorpresa llegó cuando le anunciaron que en diciembre tendría un mes de vacaciones. "Eso en España ni se sabía lo que era", se ríe al recordarlo. Y antes de volverse, un mes antes, se dio un capricho y compró un Opel 1.700. "¡Aquello volaba!". Al verlo tan jovencito con ese 'tanque', uno de los cuñados que también había viajado con él, decidió que se volvía en tren. Pero él y otro, El Molinero, se compraron un mapa de Europa, llenaron el depósito y aceleraron hacia La Mancha.

Se quería ir a Australia

Aquel era un joven con inquietudes, un chaval con poco miedo y muchas ganas de prosperar y ver mundo. Así que a los dos años le anunció a su padre, un hombre muy humilde que apenas sabía firmar y garabatear cuatro palabras, que se iba a ir a un país muy lejano. No le dijo que a Australia porque no tenía ni idea de dónde quedaba Australia. Su padre, un pastor en una aldea, se horrorizó y cada semana le mandaba una carta pidiéndole que no se fuera. No solo por el miedo a lo desconocido, sino porque a su hijo le tocaba hacer la mili y no quería que, al volver, lo trataran como a un traidor. El chico quería cruzar el mundo para trabajar cortando madera con un machete al cinto. Pero el padre no cedía.

Toni cuenta aquel episodio de su vida, el pavor de su padre ante lo desconocido, y se le corta la voz. Ha pasado medio siglo y aún le conmueve recordar a ese hombre que se partió el lomo por sus hijos. El cariño pudo más que el espíritu de aventura y el hijo pródigo volvió a La Gila, se alistó en el Ejército y se fue a hacer el servicio militar a Bétera. La vida le enredó y ya no volvió a marcharse. Un trabajo, una novia, matrimonio...

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