Entre vascos anda el relato de esta ciudad. Circula por las páginas de la memoria. Me gusta oxidarme a ella. Pío Baroja primero, Marcelino Olaechea después. Los desencuentros entre la personalidad norteña y el carácter valenciano no son fruto de una tesis, ni de una tómbola, y eso que Google Maps sitúa el Levante feliz, no al sur, sino al este de la península. La semana ha dado para mucho. Amanecimos un lunes rojo de San Vicent, asumiendo la ajustada victoria de la izquierda en las urnas, revalidando el Pacto del Botànic. No hubo milagro. La “gente de bien” tendrá que seguir disfrutando de la fiesta nacional desde la barrera. Dos días después, el calendario celebraba la festividad del Primero de Mayo, ¿derecho al descanso o al consumo? Asimismo, de tapadillo, veneramos la onomástica de San José Obrero. Mi padre fue bautizado en la pila con el nombre de Pepe. Así reza su partida de bautismo, vigente de pares a fills, relato circulante de los Pepes en el costumbrismo valenciano. Desde que València asumió ser ciudad postal con el matasellos de Calatrava, aparece en el álbum global del arte de la ciencia turística de la masa, y no es massa fácil diferenciar un día de asueto de un laborable, o un Mártir de un Ferrer o un carpintero de un obrero.
Uno se nutre de historias propias o de relatos ajenos. Mi padre me contó muchos. Hombre sabio e hipocondríaco, se quejaba de cualquier dolencia física o mental. Desenterrar ese mal endémico de su mollera le hubiera salvado, un aneurisma acabó con su vida. Lo echo de menos. Su memoria era una vasta biblioteca, como la de Alejandría, devastada por la intolerancia del gigantismo. Frecuento poco el Cementerio General, hubiera preferido incinerar su cuerpo aunque mi madre se hubiera opuesto radicalmente a tal empresa. Su muerte, un duro sorpasso al corazón familiar. En el museo del silencio descansan sus restos en un modesto nicho. Le debo mucho a él, y a Carmela, mi madre. No hacerlo es de ingratos. Mi padre, valenciano de cuna, cohabitó en la vía espiritual de la Gran València de Aquarium. No le gustaban las fiestas josefinas. Se ponía a cubierto de ellas. Las secundaba por motivos obvios, sus hijos militaban en ella por amor de madre. Mi bautismo fallero vino por la familia paterna. La materna de origen gallego más propensa al flirteo con las gaitas o al volteo del botafumeiro. Fumata blanca. Mi padre devoraba las páginas del diario decano de la Región, periódico mancillado con la pastoral de la reina del consuelo en la disputa lingüística por el codiciado diccionario valenciano. Sentado en la mesa de la cocina, Pepe dixit: "¿Sabes, Pedro? ¡Un Arzobispo de València intentó modificar con su traslado en el calendario al mes de mayo la fiesta del San José carpintero!" Así quedó la historia, en la nube.