Paiporta sigue noqueada. Algunos negocios empiezan a estar limpios. Unos pocos han abierto. Pero la mayoría siguen vapuleados por el agua, con las persianas retorcidas y las paredes sucias. En un pico de una de esas persianas, alguien ha colgado un cartelito de Feliz Navidad. La gente hace cola para comer en el enorme auditorio, que tiene alguna cristalera arrancada de cuajo, y en algunas plantas bajas se ofrece comida y artículos necesarios para salir adelante. Por unas calles y por otras, bomberos, militares, excavadoras… Ya todo el mundo tiene un par de botas de agua. Y son necesarias: aún queda lodo por retirar y muchos garajes anegados. Unos niños juegan felices en una guardería inventada en lo que antes era el local de una autoescuela. Una chica y varias estudiantes de Magisterio se han ofrecido a entretenerlos hasta que reabran los colegios. En Paiporta la gente es amable, pero le cuesta sonreír. Cómo no le va a costar. Muchos tienen la mirada perdida y hiere imaginarse en qué pueden estar pensando. Manik tampoco sonríe, solo actúa como un autómata mientras saca cajas llenas de frutas y verduras de las que la gente se sirve y se va casi sin mediar palabra.
Él y un par de jóvenes con turbantes van ordenándolo todo a media mañana. Son de la comunidad sij, que cuenta con 30 millones de adeptos en todo el mundo. El sijismo hunde sus raíces fundamentalmente en la India, Pakistán y Reino Unido. Pero también en España y València. En la calle, a la entrada de la planta baja, cuelga una bandera naranja con una punta negra. Y en las modestas paredes de dentro hay un par de fotos de unos políticos sij. Uno de ellos sujeta, en alto, el Kirpan, una espada curva. Manik Sigh no habla mucho del sijismo, pero sí deja claro que su religión, monoteísta, obliga a todos sus feligreses a prestar ayuda al que la necesita. Por eso Manik y sus dos compañeros, Jagmeet y Nirmal, llevan cerca de un mes regalando frutas y verduras a los vecinos de Paiporta que tienen la despensa vacía.