No lo digo yo (que también) sino la periodista del Wall Street Journal Leslie Kwoh en relación a esa generación de zagales impacientes y malcriados que hemos catalogado tan alegremente como Millennials. Lo pensaba el otro día cuando veía a un amigo de mi sobrino (no diré nombres y menos el tuyo, Santi) cagarse en los muertos de no recuerdo qué restaurante y volcar toda su bilis de post-adolescente sobreprotegido en Tripadvisor, Google Maps y algún storie de Instagram: ¡Que se jodan! gritaba descompuesto y enfadadísimo, con una bolsa de Doritos en una mano y el móvil en la otra.
Yo pensé que el camarero de turno (con razón) le había estampado una silla en la cabeza o peor, había colado un buen puñado de Aflorex en el tartar de aguacate, pero no. Qué va. Que no le habían soplado la clave del Wi-Fi (el subnormal lo pronuncia ‘guaifai’, así con boquita piñón) y que, cómo se atreve esa gentuza de la hostelería, habían tardado un huevo entre plato y plato —que él no se perdía un programa de Masterchef y un tal Joan Roca había comentado un montón de cosas bonitas sobre la importancia el servicio y los tiempos. Casi le estampo una silla en la cabeza.