VALÈNCIA. Frank camina como un artista. La espalda muy recta, un andar elegante y las manos bien abiertas cuando se está expresando. Luego se sienta, cruza las piernas y entre las tiras de una de las sandalias de piel marrón se vislumbra un micrófono. Es un artista. La mañana es de bochorno, con el cielo encapotado y la humedad flotando en el ambiente. La fachada de su negocio, El Camerino, en el barrio de Patraix, recoge unas figuras, negro sobre blanco, que ya te dan muchas pistas: el Gene Kelly de Cantando bajo la lluvia colgado de una farola con el paraguas en la mano; Mary Poppins elevándose con el paraguas que tiene agarrado; la Liza Minnelli de Cabaret, o la icónica imagen de Charles Chaplin con el chico de su primera película. Arte, mucho arte.
Frank Alonso regresó a Patraix, donde nunca pensó que volvería el día que salió con una mochila para irse a vivir a Barcelona. Eso fue con 18 años, después de una dura adolescencia donde, en plenos años 90, el vecindario se mofaba de aquel chico amanerado. “Me hicieron mucho bullying. Yo iba a un pub en el Carmen y tenía que dar mil vueltas porque la gente te insultaba por la calle. Barcelona fue una liberación para mí”.
Pero antes estuvo el drama casero. “No tengo recuerdo de mi padre. Ni bueno ni malo. Yo nunca fui al parque con mi padre ni hice nada con él. Yo siempre he dicho que he tenido cuatro madres: la mía y mis tres hermanas”. Sus padres, los dos, eran cocineros. “Se quedaban un bar, hacían que funcionara y entonces lo vendían para pagar las deudas de mi padre… Fue una película intensa. Mi madre, Pilar Hernández, se casó y con ese primer marido tuvo tres hijas, luego aquel hombre falleció, conoció a mi padre y me tuvo a mí. La mujer nos sacó a los cuatro adelante. Falleció hace tres años y fue una gran mujer”.