VALÈNCIA. Hay bares que afinan tanto su nicho que son un culto a lo barato. Alrededor de Mestalla, donde las tardes de fútbol se llenan de aficionados con ganas de jolgorio y cerveza clara, hay varios de estos. En uno de ellos pervive la memoria de Manolo el del Bombo, ya jubilado, pero con una 'marca' con tanto arraigo que aún la explota su sobrina para sacarse un jornal. Allí, en la terraza, bajo un toldo blanco adornado con una enredadera de plástico pegada con celo, se sienta Pepe Barberá, un hombre que ha pasado muchas horas en esos bares porque su negocio ha sido cada pared y cada valla de Mestalla. Barberá, que ya ha cumplido los 70 años, lejos de parecer un anciano, ofrece un aspecto muy lozano con su 1,90 de estatura y unas manos fuertes con las que tritura al que le saluda.
Barberá se dedicó durante décadas a comercializar la publicidad del viejo estadio y durante todo ese tiempo, como le apasiona el fútbol, aprovechó para medrar en los despachos por los que fueron desfilando más de quince presidentes. Con unos tuvo una relación estrecha, con otros simplemente cordial y con unos pocos, tormentosa. Uno de estos últimos, Amadeo Salvo, lo tiró a la calle y Pepe, con la herida aún abierta ocho años después, asegura que nunca nadie le explicó por qué lo hizo.
El fútbol, gracias a Mestalla y a casi todos los grandes estadios del fútbol español -a excepción del Bernabéu y el Camp Nou-, le ha permitido ganarse la vida con holgura. Pero a Barberá, que visite con unos tejanos, una camisa blanca remangada y unas zapatillas Converse de lona color granate, no parece que le guste ostentar. Quizá porque sus orígenes son los de una familia pobre que, sacudida por la Riada del 57 que anegó la ciudad, vivía donde podía y comía lo que podía. "Pero nosotros, como muchas otras familias, tenemos que agradecerle a la Riada que tuviéramos una casa, la que nos dieron en la Fuensanta tiempo después", explica, con una declaración que ya demuestra que es uno de esos hombres capaces de encontrar y sacar el lado bueno de las cosas.