La Plaza del Mercado está tranquila a las seis y media de la mañana de un sábado de septiembre. Es pronto incluso para los trasnochados. Sí asoma ya algún extranjero arrastrando una de esas maletitas que permite Ryanair hasta el taxi que les espera con las luces parpadeantes. El Mercado Central es como una inmensa bombilla. Aún no ha abierto sus puertas pero parece que vaya a explotar de la luz que sale por las vidrieras y los ventanales. Enfrente, siempre imponente, está la Lonja. Y en medio, sentados en un banco con una media sonrisa, están César y Alicia. Este matrimonio de unos cincuenta y largos ha dejado la cajetilla de tabaco apoyada en el banco con el mechero encima y se han puesto a fumar con cara de satisfacción. Los dos cuentan, sin atisbo de culpa, que llevaban años sin fumar, pero que hace unos meses retomaron el vicio. No tienen prisa y uno no entiende, entonces, para qué esa necesidad de levantarse tan pronto, a las cinco de la madrugada. Pero a ellos se les ve a gusto con ese ritmo tranquilo, sin agobiarse, haciendo cada cosa a su tiempo.
Delante, a unos pocos metros, hay un par de bultos grandes. Son unas lonas que ocultan varios paquetes. Los trastos que acarrean cada día hasta allí para montar sus estatuas callejeras. Él se viste de duende dentro de un árbol. Ella, un poco más allá, en la confluencia con la calle de Sant Ferran, la de la librería Solaz y los abanicos artesanales de Burriel, hace de alfarera. Ese es su oficio.