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vals para hormigas / OPINIÓN

Uno de los suyos

23/05/2018 - 

No nos engañemos. Eduardo Zaplana era nuestro lazarillo de Tormes favorito. El Tony Leblanc de nuestra política nacional. El compañero de colegio que traficaba con exámenes, fumaba en los aseos, faltaba a las clases de religión y nunca suspendía. Ese trilero con gracia que nos cuenta que se recorre Alicante-Madrid en dos horas y media y lo único que pensamos es que a nosotros ya nos han cazado dos veces por circular a 70 por las salinas de Santa Pola. El típico granuja con gracia que queremos para nuestra sobrina o para una película italiana. Ese que nos invita a vermú para que le paguemos el IRPF. El houdini de los escándalos, el mejor cuñado para una sobremesa de comunión, el abanderado idóneo para la selección valenciana porque jamás estuvimos en condiciones de participar en ninguna olimpiada. El mago al que le escondías todos los conejos y se sacaba una universidad de la chistera.

Zaplana era ese tipo que baja las cuestas en bicicleta sin frenar en los cruces ni mirar a los lados. El defensa canchero y simpático al que, ayer, sacaron su primera tarjeta roja. Y durante unas décimas de segundo seguimos insultando al árbitro, porque aún creíamos que jugaba en nuestro equipo. Luego nos dimos cuenta de que su camiseta no era la misma que la nuestra, que ni siquiera era una camiseta. Y entonces ya vinieron el 'estaban tardando' y el 'no podía ser'. Ayer detuvieron al que nunca supimos desenmascarar como dioni de los ricos y de la función pública. Y solo ayer quisimos percatarnos de que gastaba peluquín y un ojo de cristal. Y de que el furgón mal aparcado en una zona de carga y descarga de Suiza lo habíamos matriculado entre todos y constaba a nuestro nombre.

Hasta ayer, Zaplana había seguido tirando de aura inmaculada, de retrato de Dorian Grey. Y a las ocho de la mañana de uno de esos martes en que nunca pasa nada, la máscara se desveló definitivamente como un filtro de los que usan las actrices que no soportan el reflejo de sus arrugas. Aireaba ante los periodistas su certificado de buena conducta, que en realidad no era más que un certificado de penales en blanco. Sonreía ante cualquier tipo de cámara porque sospechaba que tenía buenos los dos perfiles. Jamás eludía una pregunta porque sabía que no lo íbamos a cuestionar. Y cada vez que salía a la calle, se sacudía de los hombros la caspa de corrupción que otros de sus compañeros del PP valenciano iban espolvoreando por los caminos de la Justicia. Desde ayer, es uno más. Se nos ha caído la última ficha del cluedo y nadie es inocente, ni siquiera los que no lo parecían. Volverá a ser cartagenero, nunca más alicantino y ni siquiera benidormí. Ha caído en el lodazal de los Cotino, Camps, Olivas, Rus, Fabra, Ripoll, de tanto asomarse a contemplarlos con su delantal de cocinero de sushi con smartphone de Movistar y despacho en la última planta. Ya es uno de los suyos.

Ayer, Zaplana entraba en un furgón policial y Alperi grababa sus iniciales en el banquillo de un juzgado con un cortaúñas del todo a cien, pero sin IVA. Dos de los tipos mejor dotados para arrasar en unas elecciones que hemos conocido en todas nuestras vidas. Dos animales que ganaban los debates en los que no se personaban, de los que pasan del ministerio al consejo de administración, de los que acaparan el escrutinio electoral escoltados por una bellea, una judoca y un regatista. De los que te piden la hora y les regalas el reloj. Dos flautistas de Hamelín que conseguían que nunca nos sintiéramos como las ratas del cuento. Porque de cuentos sabían más que nadie. De gestión, bastante menos. De impuestos, lo mismo que una infanta. Lo suyo era la cosmética. Dos souvenirs del tiempo en que confundimos la política con un salón de esteticién. Una y otra vez.

@Faroimpostor

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