El filósofo chino propone un cambio de paradigma, la evolución de una lógica internacional a una mundial, sustituyendo el imperialismo catastrófico por una versión modernizada del Tianxia
VALÈNCIA. Se dice a menudo, que el mundo, como sigamos así, contaminándolo todo, se va a acabar, y es cierto, pero sin querer: a lo que la mayoría de gente quiere referirse es al planeta, pero el planeta no se resiente, porque nada le es ajeno, y además no tiene conciencia, ni nosotros capacidad real para destruirlo. Con lo único que estamos acabando es con el mundo humano, y con el bienestar, de paso, de un buen número de especies que han tenido la mala suerte de coincidir con nosotros en el tiempo y el espacio. A otras especies, sin embargo, les venimos bien. Son las condiciones que nos permiten desarrollar nuestros ciclos de vida las que estamos erosionando. Con suficiente tiempo, el océano se recuperará del plástico, o será otro océano donde también florecerá la vida (o no, y dará igual). Si agotamos los recursos de los que hacemos uso, proliferarán otros recursos que servirán a otras formas de vida. Incluso un invierno nuclear es un suspiro para las edades geológicas. Es el mundo humano el que se encuentra en peligro, y si a nosotros no nos importa, a nadie le va a importar. Parece un problema irresoluble: el ser humano ha evolucionado hasta el punto de que en un pestañeo ha pasado de cazar y recolectar, a mandar aparatos al espacio para investigar que hay ahí afuera (cerca, eso sí), y sin embargo le es imposible todavía construir una prosperidad colectiva, o directamente, una convivencia que no se base en la amenaza o en la intimidación por la manera que sea. Es una máxima de eso a lo que llamamos asuntos exteriores: en materia de política internacional no existe la lealtad ni nada que se le parezca, solo un complejo entramado de intereses cuyo único objetivo es debilitar al otro para reforzar nuestra posición. Existen alianzas para enfrentarse a un otro mayor, pero son circunstanciales. Ni siquiera la religión o una cultura compartida garantizan nada. No hay un enfoque mundial: es un sálvese quien pueda en toda regla.
Así estamos, y no hay visos de que nada vaya a cambiar. Las naciones se miran de reojo y con recelo como antaño, o incluso más a medida que imprimimos velocidad a los cambios que de veras están destinados a cambiarlo todo. El sistema es el imperialismo, con diferentes maquillajes y disfraces. Hay, sin embargo, personas que piensan en cómo podríamos avanzar en otra dirección, y el sistema con el que ha dado una de estas personas es la actualización de una idea surgida hace tres mil años en las tierras a las que hoy nos referimos como China. Fue allí, en su Llanura Central, vórtice que atrajo a todas las familias que quisieron jugar a la Caza del Ciervo bajo el cielo, la conquista del poder, donde apareció por primera vez el concepto de Tianxia, que significa, literalmente, “lo que hay bajo el cielo”. Hoy, en un siglo XXI que vive en el preludio a un choque aparentemente inevitable entre la potencia hegemónica actual de los Estados Unidos de América, y la aspirante a sucederla, la República Popular de China, uno de sus hijos, el filósofo Zhao Tingyang, es autor de un libro que lleva por título Tianxia: una filosofía para la gobernanza global (Herder, con traducción de Manuel Pavón-Belizón), que es mucho menos inquietante de lo que parece: de hecho, es todo lo contrario. Los prejuicios nos pueden llevar rápido a asociar gobernanza global con dominio, y la procedencia del autor, con la propaganda. Por suerte, los prejuicios se desactivan leyendo con interés y curiosidad, y lo que en este caso plantea el filósofo, lo merece, aunque solo sea por encontrar una perspectiva diferente a la acostumbrada, pese a que su puesta en práctica sea de momento una utopía. El Tianxia es un sistema, nos explica Tingyang, nacido de la necesidad: por una serie de carambolas, un país pequeño se vio obligado a gobernar a un gran grupo de países, algunos de ellos mayores y con mayor capacidad bélica. La manera que encontraron los Zhou, descendientes de Huangdi, el legendario Emperador Amarillo de la era de los Gobernantes Sabios, fue el Tianxia:
“A grandes rasgos, el sistema Tianxia manifestaba las características fundamentales que debiera poseer un sistema mundial compartido: (1) el sistema Tianxia debe asegurar a cada Estado que las ventajas de formar parte de él son mayores que las de mantenerse fuera, para que todos los Estados tengan la voluntad de reconocer el sistema y adherirse a él; (2) debe ser capaz de configurar entre los distintos Estados una situación de interdependencia de intereses y unas relaciones mutuamente provechosas, garantizando así un orden mundial de seguridad universal y paz perpetua; (3) debe desarrollar unos intereses comunes y compartidos y una causa común que beneficien de forma universal a todos los Estados, asegurando el carácter compartido del sistema”. Ahí es nada. La cuestión es, señala el autor, que hoy día la tecnología avanza sin apenas control hacia una concentración de servicios indispensables que permitirá a los poderes tras estos servicios manejar a los Estados a su antojo, lo cual desembocará en una nueva forma de autoritarismo tecnológico. Un nuevo Tianxia —basado en el anteriormente descrito, pero adaptado a los retos de nuestra era—, por tanto, puede ser la fórmula para evitar que esto suceda. Los pilares que los sostendrían serían la interiorización del mundo, el evitar cualquier exterioridad negativa, puesto que el Tianxia es todo, el Tianxia no pertenece a ningún estado, sino al mundo; la racionalidad relacional en sustitución de la racionalidad individual, de tal modo que la seguridad mutua desbanque a los intereses exclusivos; la mejora de Confucio, que implica que un sistema es apropiado si cuando se produce una mejora para un individuo, se produce para todos; y el universalismo compatible, contrario a la mentalidad monoteísta que considera el sistema de valores propio como universal e intenta imponerlo: solo pueden ser valores universales aquellos que puedan definirse en una relación simétrica.
El Tianxia habita en el mismo corazón del estado-civilización que es China desde su fundación milenaria, y aunque solo fue puesta en práctica durante los siglos de la dinastía Zhou, ha llegado hasta hoy por transferencia cultural de generación en generación. Parece poco probable que pueda convertirse en una realidad, como también lo han parecido previamente otras realidades. Y mientras se producen los debates, el futuro de lo que hoy somos sigue llegando a nosotros a toda velocidad, o nosotros a él.