Cuatro años permaneció Alexander Selkirk en la actual isla de Robinson, situada en el archipiélago de Juan Fernández, en la costa central chilena. Fue abandonado por discrepancias con su capitán. En 1709 fue rescatado, regresó a casa y se casó, según unas cuantas crónicas tan difusas como un horizonte nublado en los mares del sur o la salida de una taberna portuaria del Amsterdam de Jacques Brel. Ocho años tardó en darse cuenta de que el verdadero naufragio consiste en echar el ancla lejos del mar y tratar de vivir de rentas y de una historia que, de tan real, iba a acabar por convertirse en monótona. Se embarcó en un navío de la Armada y murió cuatro años después, quizá de fiebre amarilla. Siglos más tarde, otra isla del mismo archipiélago chileno recibió el nombre de Selkirk. En 1719, Daniel Defoe publicó la historia de Robinson Crusoe, basada en su experiencia. En su supervivencia frente a la soledad, probablemente, el mayor terror de la sociedad moderna. El autor inglés insufló fantasía y vida a la odisea de Selkirk. La esculpió eterna y con gaviotas.
Los naufragios, aunque solo consistan en el susto de encallar a un palmo de la orilla, en plena escollera de Dénia, son la única literatura posible, como todos los cuentos del mar y sus vientos y sus puertos y sus lontananzas y sus monstruos blancos y sus motines y sus marineros polacos que se convierten en Joseph Conrad y escriben en inglés. Una vez pasado el susto, con todos los pasajeros a salvo, un accidente naviero puede ser un gran relato de periódico. Sucedió, hasta la extenuación, con el Costa Concordia, aquel crucero que se hundió con desgana y solo hasta el ombligo en 2012. Sucede con el ferry Pinar del Río, una embarcación de nombre berlanguiano que se dibujó un siete en el casco cuando en la capital de la Marina Alta estaban a punto de lanzar un castillo de fuegos artificiales. Lo mejor de un naufragio es encontrar uno de sus restos en la orilla, al día siguiente, cuando la tormenta ya ha despejado y solo queda el eco de la tragedia. El resto es intendencia. Legalidad y desguaces. Hasta que llega el esplendor.
Ayer, el director de esta casa, Miquel González, publicaba que la empresa propietaria del barco, Baleària, ha borrado todo rastro de su nombre, mientras intentan decidir qué es lo que hacen finalmente con el esqueleto de ballena metálica y desnortada que no puede convertirse en una atracción más de la costa dianense, porque no haría más que contaminar. Se convierte así la cosa en un naufragio del siglo XXI. Aún no se saben las circunstancias que llevaron a la nave a tatuarse la escollera con 70 vehículos y casi 400 pasajeros a bordo, casi como en el deslumbrante desenlace de El show de Truman. Pero la posibilidad de aparecer en los selfies de Instagram con la marca flotando al nivel de la cintura no es asumible para ninguna empresa que pretende seguir embarcando ulises de fin de semana. Y menos cuando la mayoría de ellos desconoce quién es Circe. Ha hecho bien Baleària. Los restos de un naufragio son como Las Meninas, un cortometraje al que sólo le falta enchufarlo a la corriente continua de la imaginación. Y nadie estaría dispuesto a que nos patrocinaran el cuadro de Velázquez. De momento.
@Faroimpostor