Pocas veces en la historia se puede ver que unos chavales tengan una idea, esta triunfe y acaben enriqueciéndose controlando todo el proceso de explotación de su ocurrencia. Es muy raro de ver, pero ocurrió con las Tortugas Ninja. Originalmente, eran un cómic hecho por un par de amigos con la intención de mezclar Crumb y Shelton con Kirby y Miller. Una parodia divertida en la efervescencia de los fanzines, pero una vez colocado uno en una tienda, la ola no dejó de crecer hasta dar millones
VALÈNCIA. Es muy normal que al envejecer se eche la vista atrás y surjan preguntas filosóficas y existenciales. En la vida ordinaria esta suele ser la fuente de muchas conductas compensatorias, comúnmente asociadas a las crisis de edad. Pero también puede ser el origen de conversaciones sin más fin que el de reírse, secreto de la buena vida. Hace unas semanas comentábamos el caso de los Masters del Universo, unos muñecos con unos conceptos que eran puro delirio pero que, apoyados en el consumismo infantil, lograron levantar un universo, fanáticos coleccionistas y algo que, por lo que sea, ahí está situado en nuestra mente y nuestra memoria.
Lo cierto es que no se trató de un caso único, ni mucho menos. La siguiente generación tuvo que apechugar con las Tortugas Ninja Mutantes Adolescentes. No por casualidad, los autores del documental de los MOTU (Masters of the universe) lo fueron también en 2014 de Turtle Power: The Definitive History of the Teenage Mutant Ninja Turtles en el que analizaban cómo un producto tan psicodélico llegó a conquistar los escaparates de las tiendas.
Esta vez el origen es más noble que con los MOTU, cuya concepción respondía al diseño de un producto que pudiera venderse a mansalva. En los masters todo se hizo de forma poco meditada, buscando el efectismo y la historia y el sentido o razón de ser de los muñecos surgió después de que estuvieran ya saliendo por miles de la cadena de montaje. Aquí los inicios fueron underground y todo encaja dentro de los cánones de la creatividad popular.
Digamos que las tortugas aparecieron como la colisión de dos mundos. Los autores eran lectores de cómic underground, tipo Crumb o los Freak Brothers de Shelton, pero también leían a Jack Kirby o el Daredevil de Frank Miller. Lo que ocurrió fue, sin andarnos con muchas teorizaciones, la fusión inevitable de ambos géneros. El de la parodia ácida de todo lo que te rodea y el de los superhéroes, le pese a quien le pese, un fenómeno de primer orden dentro de la cultura popular.
A partir de ahí, el desarrollo de la idea, de una ocurrencia mientras veían la televisión, no tuvo nada de extraordinario. Se definieron los personajes, se les incorporaron armas y se introdujo a una mujer inspirada en la ex de uno de ellos. Nada que no ocurriera en muchas habitaciones de jóvenes que olían a cerrao en aquellos tiempos. Se lanzaron a dibujar, cada uno en una ciudad, y lo que ocurrió fue que, de repente, su cómic empezó a tirar. Solo para el segundo número ya tenían 15.000 peticiones. Antes de darse cuenta, en las tiendas especializadas vendían más Las Tortugas Ninja que Los Vengadores.
Para ellos, Peter Laird y Kevin Eastman, era tocar el cielo, poder vivir de los tebeos. Siguieron con ello, se fue ampliando la empresa con más profesionales hasta que un día llamaron a su puerta los intermediarios de licencias. Estaban obsesionados con participar en el negocio de crear una línea de juguetes. El procedimiento de todo fue diametralmente opuesto a la fantasía onírica –tras ingesta de percebes en mal estado- de los MOTU.
Es todo tan lógico y tan normal que la primera parte del documental, si no es por las imágenes de los vídeos caseros de las oficinas originales -verles los bigotes, el tamaño de las gafas y la ropa, esos shorts, y camiseta de superhéroes que llevan-, no tendría gran interés. Es todo tan “lógico” que parece fácil, pero es que cuando se empezó a emitir la serie de dibujos animados en 1987, el pelotazo que dio la venta de los muñecos fue uno de los más grandes de la historia. Algo que había empezado solo por diversión, por el placer lúdico que da poder representar en una viñeta cualquier cosa que te apetezca, se había convertido en el negocio más boyante de su época.
Los muñecos tenían de particular que todos los vehículos tenían algún detalle tortuguil y que la inspiración, reconocen, venía de los clásicos. Es decir, del castillo de Greyskull y la Estrella de la Muerte. Ahí ya son más interesantes las imágenes de la fábrica china que los producía con un locutor de los ochenta preguntándose si serán capaces de cubrir toda la demanda que se ha desatado. En la escena, una peón de cadena de montaje que no da abasto, aunque posiblemente no conocieran otra forma de trabajar que no fuese esa durante aquellos años y buena parte de los actuales.
Personalmente, no recuerdo haber visto estos juguetes en acción más que de pasada. Si los críos jugaron con ellos tenían que ser más pequeños que yo y pasárseles rápido la venada porque si no los habría visto más. Lo que me llegó a mí fue el videojuego, en 8-bits, como mandaban los cánones de la época de los ordenadores, que ahora una generación que ha sufrido implantes de Memory Call recuerda como la de las consolas ochenteras.
Lo que hizo espectacular el videojuego fue que la Micromanía trajo un mapa del alcantarillado. Llegué aprendérmelo de memoria, tanto que recuerdo volver a jugar mucho tiempo después y, al no tener el mapa y haber olvidado el recorrido, hacérseme imposible pasármelo. Luego hubo una máquina en la que se podía jugar cuatro a la vez, pero por lo que fuera llegó muy tarde a las salas recreativas que frecuentaba o no logró sustituir a la de Los Simpson, en la que metíamos verdaderas fortunas.
La serie de dibujos se la pasó Chuck Lorre, que no podía hacerse cargo de ella en ese momento, a David Wise. Fallecido en 2020 a los 65 años por un cáncer de pulmón, había participado en los dibujos animados de Star Trek, los Pitufos, Tarzán, Godzilla… multitud de proyectos de primera hasta que en los ochenta empezó a triunfar por todo lo alto con He-Man, Mi pequeño pony y Transformers. Él terminó de modelar el producto. Por ejemplo, según cuenta en el documental, el famoso grito-lema de ¡Cowabunga! lo tomó de un Snoopy de los años sesenta en el que el perro de Schulz surfeaba y decía eso.
Con todo esto en marcha, la última parada, la definitiva, era la película. Recuerdo verla en el cine, pero nada más, quizá me pilló ya a punto de dar el salto a la adolescencia y no me dio de ninguna manera por conseguirla luego en VHS. El que trató de venderla en Hollywood dice que cuando explicaba el concepto pensaban que estaba drogado. Al final, la produjo New Line Cinema, experta en el género, a la que por esas fechas teníamos presente sobre todo por la saga de Pesadilla en Elm Street y Los Critters, joyas del videoclub.
Se llevaron el rodaje a Hong Kong y tomaron las escenas más importantes de los propios cómics, aunque se la puede considerar una película de artes marciales al uso. La dirigió Steve Barron, al que se contrató porque sabía dominar la tecnología necesaria para este reto, como había demostrado en los videoclips que había hecho para David Bowie o A-ha. Especialmente, si uno hizo época fue el de Dire Straits de Money for nothing, introduciendo animación poligonal en 3D en 1985. Aunque todo esto son minucias al lado del verdadero toque de calidad, las tortugas habían salido del taller de Jim Henson, dios en la tierra de estos negociados.
Aquí es interesante lo que cuentan de las limitaciones que tenían los actores para hacer artes marciales metidos en los trajes de tortuga ninja, así como que de tanto en cuanto tenían que quitarles la cabeza y administrarles oxígeno porque se ahogaban. Luego las soluciones vinieron por rodarla a 23 fotogramas por segundo y oscureciendo toda la película, que transcurría entre alcantarillas y la noche. Esos dos detalles ahorraron millones de dólares en efectos especiales, pero tampoco importó tanto porque se forraron. También batieron récords de taquilla.
Fue muy fácil llevar los personajes a todo tipo de reclamos, porque tal y como se explica en el documental, el concepto de las tortugas era tan absurdo que los guiones funcionaban en cualquier contexto, tanto en otro planeta como en Nueva York. Claro que de ahí a convertirlas en un grupo de música fue un paso más allá de lo habitual, pero también lo consiguieron. Pese a la lluvia torrencial de dólares, eran muy conscientes de que una racha de estas características no duraba más de tres años y aprovecharon al máximo las posibilidades del mercado.
Al final, como siempre, los dos autores se distanciaron. Ya no hacían nada creativo como en los 80, solo gestionar un negocio. Eran dos personalidades muy diferentes que juntas lograron a hacer algo que era mucho más que la suma de las partes. Para mí, lo bonito es ver una de esas pequeñas grietas que a veces presentan los mercados, en la que un par de chavales, con una idea que han creado solo para divertirse, logran enriquecerse y dominar todo el proceso sin que nadie les robe la gallina de los huevos de oro. Es muy raro de ver.
Se bromeaba hace años con la noche de los unfollow largos en Twitter conforme se fue recrudeciendo el procés en Cataluña. Sin embargo, lo que ocurría en las redes se estaba reproduciendo en la sociedad catalana donde muchas familias y grupos de amigos se encontraron con brechas que no se han vuelto a cerrar. Un documental estrenado en Filmin recoge testimonios enfocados a ese problema, una situación que a la política le importa bastante poco, pero cambia vidas