Uno de los sectores que mejor ha resistido la crisis ha sido el de las peluquerías y centros de belleza. En mi barrio han aparecido como champiñones. Una peluquería, una frutería, una cafetería, y vuelta a empezar. Son los negocios de moda. Han sustituido en las calles a las sucursales bancarias y las inmobiliarias que fueron las reinas del mambo en otros tiempos de vino y rosas. Cuando nos soñamos ricos. Los recortes generalizados se han dejado sentir en las economías familiares pero no hasta el punto de que se nos note en la cara. Dientes, dientes, que diría la Pantoja. En el crack de 1929 se produjo una situación similar, así que no debe de tratarse de un fenómeno anecdótico sino coyuntural. Los economistas americanos llamaron a esta paradoja social el Lisptick Index, una teoría que dice que a mayor recesión, más consumo de lápices labiales. Cuanto más rojo el carmín, más profunda es la crisis. Son lujos asequibles que no descalabran ningún bolsillo y sirven de parapeto emocional contra la desolación que nos produce sentirnos, además de pobres, feas.
Uno de mis refugios preferidos para rebajar el punto de ebullición de la mala leche es la peluquería. Un pequeño paraíso cercano, relativamente barato y confortable. Llegas, te sumerges en el lavadero de cabezas, te ponen música, te masajean el cuero cabelludo, luego te arrullan con una cálida y armoniosa sinfonía de secadores de pelo y desconectas del mundo un buen rato por un módico precio. Entre la variada clientela abundan las señoras entradas en años que conservan su querencia al “lavado y marcado” semanal y las rubias artificiales de cualquier edad que necesitan pasar su “itv” capilar o renovarse del todo para no aburrirse de sí mismas. Algunas veces también se ven hombres que hacen incursiones fugaces en territorio comanche. Las parroquianas que frecuentan las peluquerías de barrio son extremadamente habilidosas en dialogar con desparpajo a través de los espejos. Al otro lado de la realidad, las peluqueras, mitad estilistas mitad confidentes, ofrecen una escucha activa mientras practican el viejo oficio de Melquíades, vendiendo fórmulas mágicas para detener el paso del tiempo: champús nutritivos, ampollas reequilibrantes, lociones anticaída, leches de albaricoque… Si no fuera porque todas dominan ese argot, se podría pensar que la conversación ha subido de tono.
En el servicio más básico te dan de beber, de comer, de conversar y de leer sin que suba la tarifa. Lecturas relajantes donde te ponen al día de amores y desamores, menús hipocalóricos para todos los presupuestos y colecciones de moda para quedar bien en cualquier ocasión. Las llamadas peluquerías unisex han ampliado el revistero con periódicos locales, deportivos o publicaciones de motor. Los micromachismos también van a la peluquería. Desde que hombres y mujeres compartimos trastiendas del cuidado personal y secretos de belleza, puedo leer el Marca mientras me embadurnan de potingues. Lo malo es cuando algún antiguo novio te reconoce debajo de una maraña de papel de aluminio anidada en tu cabeza. Un desastre titánico que costará reflotar. Y llegados a este punto, si ustedes me han leído hasta aquí, quizá se pregunten por qué les cuento historias de peluquerías cuando podría hablar de otros asuntos más relevantes. De luchas barriobajeras en partidos en vías autodestrucción, de arengas cuarteleras para defender paraísos fiscales construidos sobre un pedrusco o de las cocacolas que consume cierto senador de Podemos. Vamos, de lo que se habla en las plazas mediáticas. Pues ya se lo he dicho, ¿no se acuerdan?, porque cuando me hierve la mala leche, me pinto los labios y busco refugio. @layoyoba