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vals para hormigas / OPINIÓN

Tiempo de westerns

24/07/2019 - 

Ahora que por fin llega la sesión de investidura, ahora que desembocan en el mar de las portadas todas las opiniones que llevamos vertidas durante años, justo ahora me viene a la cabeza un gorrión que, el pasado fin de semana, volaba contra el viento con la intención de volver, porque tenía pinta de estar volviendo a alguna parte. Empujaba la ráfaga con el pecho y echaba las alas hacia abajo mientras intentaba descubrir las grietas del muro que le impedía volver, aunque quizás estuviera tratando de llegar, solamente. Casi como un mimo parisino con la cara marrón y sin camiseta de rayas, lo único que hacía era subir y caer y subir y caer hasta que encontraba un resquicio que le permitía avanzar o puede que escapar de alguna amenaza escondida a sotavento. Finalmente, ganó la pista rápida, la salida del laberinto, y consiguió posarse sobre una balaustrada como quien busca el resuello tras una carrera imprevista o agradece la sombra del desfiladero. Una llamada de teléfono me impidió seguir su rumbo posterior, pero cuando regresé, el gorrión ya no estaba allí. Probablemente ya había vuelto o puede que escapara por una calle paralela al mar, que es el truco de los que no saben navegar.

Ahora que llega el momento de alcanzar acuerdos, de desempolvar los carismas y de quitar las grapas de los programas, mi madre me cuenta la historia de un conocido que llamó un buen día al timbre de su vecina, que vivía varios pisos por encima. Con una excusa banal, le pidió asomarse al balcón para comprobar algo que no funcionaba bien. La vecina le permitió pasar con la solidaridad de quien presta sal, de quien ha encontrado un calcetín ajeno en el tendedero o de quien comprende que el vecino del primero no tiene posibilidad de arreglar la antena del televisor desde su salón. El hombre recorrió el pasillo, quizá hablando del tiempo, quizá preguntando por la familia, quizá agradeciendo el favor con una sonrisa y ese tic con el que se subía las gafas cada tres palabras. Al llegar al balcón, el vecino abrió la puerta mientras la mujer lo observaba desde el salón contiguo. Y el hombre saltó. Desde un tercero. Sin más explicaciones. Sin más aliento que el necesario para quitarse de en medio como un gorrión que se cansa de luchar contra el viento. Mientras en la televisión informan sobre los discursos, nos imaginamos el trauma que le quedó a la vecina, tan solo porque vivía a unos cuantos pisos más de altura, en una planta donde una caída te asegura bastante más que una rotura de tibia. Eso te marca para toda la vida, dice mi madre. O tal vez fuera el grito desde una bancada del hemiciclo.

Ahora que se avecina la hora de los gigantes que ya no existen, que toca escuchar lo que no hemos dicho y que nuestros representantes esconden una bolita bajo tres formas diferentes de entender la política, que nunca es la que escogemos nosotros, uno recuerda a Bryce Echenique, que antes de buscar un estanco en Tabarca, a voz en grito, en plena noche y en ropa interior, escribió en el relato Baby Schiaffino: “Ya no era tampoco la época en que podías quedarte callado cuando algo no te gustaba. Esos tiempos, esos años, se parecían tanto a los westerns”.

@Faroimpostor

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