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vals para hormigas / OPINIÓN

Teoría marxista del fútbol

8/02/2017 - 

Acabamos, usted y yo, de comprar un estudio de fútbol. Con el dinero invertido, hemos pagado a los acreedores (incluidos nosotros, pagadores y cobradores al mismo tiempo, como el gato de Schrödinger) de un moroso que se niega a pagar lo que habíamos firmado. No es que no pueda, es que no quiere pagarnos. De esta forma, hemos saneado las cuentas de un inmueble que una vez fue nuestro, pero que se lo vendimos al tipo al que ahora se lo hemos comprado, que podría adquirirlo otra vez. Si no lo entiende, vuelva a ver Una noche en la ópera, donde Groucho Marx le explica más o menos lo mismo, bien clarito, a su hermano Chico. Toda esta operación, en la que hemos girado nuestro propio dinero en un viaje de ida y vuelta en business class, sirve además de acomodo para el principal equipo de una ciudad en la que todo el mundo es de otro equipo, salvo los periodistas deportivos. Que también.

A fuerza de regates en los tiempos de descuento, el fútbol ha aprendido a driblar a la justicia, a los impuestos y a cualquiera que se interponga entre él y la portería de los beneficios económicos. La especulación urbanística es solo uno más de los negociados sórdidos y opacos de los que nos olvidamos en cuanto el balón entra por la escuadra en un saque directo. Sobornos, apuestas, evasiones, comisiones desmedidas, urbanismo turbio, politización, tráfico de sustancias, desfalcos, maletines, trampas... La cosa no va a mejor. La esperpéntica polémica generada en torno a la cancelación del partido de liga entre el Celta de Vigo y el Real Madrid ha rozado extremos indignantes, ya que ha desvelado que la seguridad de los espectadores está muy en segundo plano si se trata de vender los derechos televisivos de un partido, de presentar una alineación competitiva o de cuidar los maléolos de un tridente ofensivo. La excusa variaba según de qué lado viniera, si de uno de los dos contendientes o de la Liga de Fútbol Profesional. Ninguno de ellos tuvo presente que es imposible cantar la Rianxeira con una plancha de uralita encima. O sí, pero lo supeditaron al número de clics que sería capaz de generar una tragedia como la del estadio Heysel.

Convendría que recordáramos nuestra nula importancia en el negocio del fútbol siempre que celebremos un gol. Cada vez que agitamos la bufanda, nuestros sueños, ilusiones o desahogos sirven para activar los motores económicos de una serie de entidades que trafican con nuestros colores y solo apelan a la afición para arruinarla. No debe de ser nuevo. Seguro que alguien apostó allá en Inglaterra sobre las posibilidades de arraigo de un deporte que se jugaba con los pies. Y perdió. Pero el nivel de negocio actual es tan obsceno y el retorno al espectador tan barato, que en algún momento tendremos que reventar. Hemos permitido que las victorias y hasta las derrotas coticen en bolsa. Y que nadie dé explicaciones. Donald Trump se ha equivocado. Si de verdad quería desacatar a los tribunales, imponer su voluntad y eludir sus obligaciones fiscales, en vez de trepar hasta el Despacho Oval tendría que haberse hecho con un equipo de fútbol. El Hércules, por ejemplo, que nunca nos ha preocupado demasiado en manos de quién cae.

@Faroimpostor

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