Amamos el verano porque no existe. Es tan nuestro como cualquier recuerdo borroso, como esa sensación que a veces tenemos de que nos están mirando, como aquella bocanada de humo de la vez en la que unos chicos mayores que no se sabe de dónde salieron y que nunca volvieron a aparecer nos enseñaron a fumar, precisamente una tarde de verano. El verano que amamos está tan escondido como nosotros aquel día en que nos sentimos mayores por primera vez cuando dejamos de toser al exhalar el humo. Y no éramos mayores, todavía. Y tampoco era el verano de nuestra infancia, sino uno de tantos días en los que vivíamos en bañador y se nos veía aquella herida que nos hicimos al resbalar por las piedras del apartamento. Aquel verano no era así, pero era nuestro. Lo amamos porque a los niños no hay temperatura ni humedad que les impida dormir, porque nuestra madre nos entraba el desayuno mientras dormíamos para tener la digestión hecha al llegar a la playa, porque había una niña nueva que conducía como un demonio los coches de choque. Amamos el pedazo de verano que queremos recordar. Como el del primer beso, que en realidad borramos con la marca de un helado de vainilla cinco minutos después. Como el de la roca perdida en la que nos refugiamos todo un verano para leer y estar solos junto al mar, cuando en realidad fueron unos meses de espanto en los que nos dejamos la piel de adolescentes en combates sin árbitro ni sentido. Como el de aquel viaje en que aprendimos a mirar y nos destrozaron el corazón, aunque no empeñemos en recordar un cuadro de Hopper y una melena negra recogida en dos coletas.
Contamos nuestros veranos como Quentin Tarantino nos ha contado uno de los suyos en su última película, Érase una vez en… Hollywood, en la que la mejor escena no es de Tarantino, sino de Chicho Ibáñez Serrador. A jirones, con remiendos, mezclando las versiones y las pasiones, adulterando la realidad allá donde nos conviene porque para eso es nuestro recuerdo, para eso es nuestro verano, para eso sentimos la permanente necesidad de mentir, aunque nunca lo reconozcamos. Amamos el verano porque es un cine al aire libre donde se puede cenar un bocadillo de tortilla con queso y pasar la mitad de la película jugando detrás de la pantalla con tu hermano pequeño porque le dan miedo los gremlins. Porque una vez creímos compartir una canción con ese amor de nuestras vidas del que ya no recordamos ni el nombre, pero sí el lunar en la comisura del labio. Porque una vez sucedió algo en verano que cambió el rumbo del planeta y nosotros tratamos de enroscarnos en la historia para que no sintamos la sensación de no haber sido nunca protagonistas de nada. Dentro de dos veranos evocaremos cuánto nos indignamos por la situación del Open Arms, pero olvidaremos mañana por la tarde que no movimos un dedo para que los Gobiernos se implicaran en la acogida de los náufragos.
Los veranos no existen. Ni siquiera para Tarantino, que acaba de convertirse en un judas para sus seguidores como aquella vez que Bob Dylan se electrificó en Manchester, asomado al verano del 66. Cuando llegue septiembre, querré tatuarme que esta comparación se me ocurrió a mí, pero no es mía, sino de Claudia Reale. Pero así son los veranos, que los amamos porque en realidad los vivimos desde el invierno.
@Faroimpostor