"Estos días azules y este sol de la infancia", los últimos versos escritos por Antonio Machado antes de morir en Colliure (Francia), asaltan mi memoria cuando se acerca la Nochebuena. Dicen que está inconcluso pero yo creo que sí lo acabó. Ese poema mínimo, de apenas cuarenta caracteres que cabrían en un tuit, se convierte en el epílogo de aquel otro en el que el poeta recordaba un patio de Sevilla y un huerto claro donde crecía el limonero. Como un flashback impregnado de melancolía. No es tristeza, solo son secuelas de otros días azules, lejanos, fríos, luminosos. Días de infancia.
No sé si a ustedes les pasa pero yo, es sentir la música del anuncio de El Almendro y ya presento los síntomas habituales del síndrome navideño: escozor de ojos, moqueo alterno, apretón laríngeo y colapso intestinal. Los años deberían haberme inmunizado, pero no hay vacunas eficaces contra este enajenamiento social espoleado por la Iglesia, la publicidad y los centros comerciales. Excepto para los niños, que compran el cuento por el envoltorio, esto de la Navidad es puro masoquismo. Los migrantes de todo tipo nos metemos entre pecho y espalda un montón de kilómetros por caminos o cielos abarrotados. La atención informativa se desplaza a las autovías, a las estaciones ferroviarias y a los aeropuertos, convertidos en oscuros objetos de deseo para huelguistas y alborotadores hambrientos de telediarios.
Nos pasamos el día guardando colas en cajeros o en administraciones de loterías. Diseñamos, compramos y luego cocinamos menús extraordinarios sabiendo de antemano que no nos los podremos acabar. O peor aún, acabándonoslos. Como una carrera contrarreloj cuya meta es una bandeja de turrón y polvorones a la que llegamos medio muertos. El pistoletazo de salida lo da el Rey con un discurso televisivo soporífero donde todos intentamos descifrar mensajes ocultos entre líneas torcidas. Lo confieso, yo no llegó al turrón ningún año porque es aparecer el Rey por televisión y ya empieza a dolerme la barriga. Me pasa desde pequeña, no crean (espero que esto no sea punible). Y para final de fiesta, ahora hay que guardar un resquicio de espíritu navideño para acoger de buen grado a Papá Noel que llega cargado de tiquets-regalo para devolver los presentes en cuanto vuelvan a abrir las tiendas.
No me extraña que cada vez haya más desapego hacia la Navidad. Los expertos dicen que son fechas en las que crece el número de suicidios. A esa melancolía le han puesto nombres y todo. Los psiquiatras la llaman blue y los terapeutas, síndrome de la silla vacía, por aquello del recuerdo a los ausentes. Sin embargo, aunque en todas las casas hay sillas vacías, a mí me preocupan más las sillas perdidas. Y quien dice silla, dice trabajo, pareja, vivienda, subsidio, elecciones o permiso de residencia. Sillas medio ocupadas por dos culos a tiempo parcial. Algunos se conforman ya con que no les muevan la silla.
Para combatir los efectos de este síndrome, los coach se estrujan el seso para hacer recomendaciones: cambiar de aires, enviar felicitaciones por carta (no valen los emojis bailones), participar de la fiesta aunque no soportes a tu cuñado y escribir una carta a los Reyes Magos para expresar tus deseos más íntimos. Yo ya tengo la mía: "Por favor, Rajoy, si convocas elecciones anticipadas, que sea por Navidad".
@layoyoba