… bisogna che tutto cambi (si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie) dice Tancredi en la novela de Lampedusa, El Gatopardo. Como en un ciclo constante, todo muestra que volvemos a tiempos de involución, aun reclamando evolución.
Sucedió cuando la izquierda de este país, reconvertida en socialdemocracia a la europea tras renunciar al marxismo, consolidó una Transición de pacto y consenso. Pero terminó siendo desahuciada por la derecha democrática porque esa progresía se acomodó tanto que hasta las costuras legales frente a la corrupción les habían estirado la pana a las chaquetas. Llegaba, se decía, la derecha española homologada a la del centro y norte de Europa. Una derecha que, sin embargo, también hizo dar de sí más de lo posible, y lo legal, a la elástica lana fría de los trajes con escándalos, corruptelas y correas y bigotes mil.
De esa penúltima involución tenemos dos consecuencias: por un lado, una izquierda que reivindica su historia de más de 140 años antes de los ERES andaluces justificando desmontar un Estado para montar un Gobierno; por otro, una derecha confusa que no acaba de soltar el lastre de la unidad de destino en lo universal, volviendo en forma de negacionismo y con más naftalina que nunca, y creyendo ver de tarde en tarde en los independentistas tradición y legalidad fuera de toda duda para terminar recordando la aplicación del constitucional 155 por saltarse la segunda en su tradicional insumisión al Estado. En ambos casos, a derecha e izquierda, involucionando un poco más.
El resultado no podía ser otro, obviamente, pues de imaginación vamos algo cortos: si la derecha da pasos atrás en la nostalgia de que cualquier tiempo pasado fue mejor, la izquierda proclama que la igualdad debe ceder ante la lucha de clases -la suya en la poltrona frente a todas las demás, que ya no va de proletarios contra explotadores-. Y lo que algunos nos ofrecen entonces es refundar ideas viejas: volver a la derecha honrada y a la izquierda verdadera. Chapa y pintura de saldo, oigan. Un Gatopardo de manual: que todo cambie para que todo siga igual.
Llevamos cuarenta y cinco años de Estado constitucional en crisis permanente, con una democracia que pretenden demoler quienes nacieron en ella y que por ella tienen voz y voto. Llevamos todo ese tiempo viendo horadar los cimientos de nuestra democracia por la gota incesante de generaciones nacionalistas a las que se les entregó el Estado para que lo ocultaran tras una cortina o, directamente, lo enterraran bajo tierra. Llevamos esas más de cuatro largas décadas escuchando llamadas a retornar a lo que fuimos de quienes ni siquiera lo vivieron, a volver a ese otro nacionalismo más grande: el que quisimos dejar atrás a finales de los setenta.
Me veo, se lo digo sinceramente, demasiado mayor ya para ponerme tras pancartas de derechas honestas o de izquierdas verdaderas. Y no mayor por cansancio y frustración de haber vivido esas constantes involuciones -y evoluciones que, visto el panorama, realmente no lo han sido-. Al contrario: mayor con la certidumbre de que se ha de afrontar lo que hay y con las ganas intactas para decir que así no podemos seguir. Que las revoluciones de calle suelen prometer mucho pero resultan en poco y siempre beneficiosas para quienes no la pisan. Y que las verdaderas transformaciones de la historia han sido normalmente consecuencia de trabajar por hacer posible lo que aparentemente y a priori no lo es.
Si ese camino lo vamos a hacer siendo desde ya de derechas o de izquierdas honestas y verdaderas, o incluso de centro inmaculado, no me sirve. No porque ya lo he vivido. No porque no veo ahí el cambio para el futuro que quiero para mis hijos y para los hijos de aquellos con quienes convivo, algo que es, creo, lo esencial en política: hacer las cosas hoy bien para que el mañana sea mejor y para todos.
El proyecto político al que aspiro, yo al menos, hoy no existe. Y si existió, nos lo negaron. No es el de quienes pretenden simplemente sustituir a otros en espacios que hay que mantener a derecha, izquierda o en el centro. No es el que se etiqueta ideológicamente para poder excluir al otro. Mi proyecto es el de las dudas razonables y las soluciones lógicas, el de las cesiones justas en la dinámica del pacto, o, institucionalmente, el del Estado que garantiza la libertad de cada uno en una sociedad organizada y cooperativa. Y por eso quiero pensar que todo se puede plantear sin dogmas o ideas preconcebidas que proceden de otros tiempos y otras circunstancias.
No se trata de, una vez más, cambiar al conductor, sino de cambiar el vehículo.
Llámenme iluso. Luego pregúntense si no es eso a lo que llevan un tiempo dándole vueltas