VALÈNCIA. Una nueva encarnación de Tom Ripley, el inolvidable y amoral personaje creado por Patricia Highsmith, ha llegado a nuestras vidas en formato de miniserie de ocho episodios de título simple y contundente, Ripley. Y es fascinante. La serie que no esperábamos, y mucho menos en Netflix. ¿Por qué? Por su personalidad única, en las antípodas de las producciones comerciales y estándar que la plataforma prefiere: el ritmo pausado, casi minimalista; la estética de la muy bella fotografía en blanco y negro; la ausencia de acción, largas escenas sin diálogos, la estilización, los encuadres densos y complejos. Es el tipo de obra que podíamos esperar de HBO antes de que sus directivos decidieran mandar a la porra su extraordinario legado para convertirse… en un segundo Netflix, aunque se llame Max. Que no es lo propio de Netflix lo demuestra la escasa audiencia que ha conseguido, comparada con títulos que están muy por debajo de ella, en calidad e interés. En fin, ellos se lo pierden.
Ripley está escrita, producida y dirigida popr Steven Zaillian, guionista de La lista de Schindler (Schindler's List, Steven Spielberg, 1993), American Gangster (Ridley Scott, 2007), The Girl with the Dragon Tattoo (David Fincher, 2011) o El irlandés (The Irishman, Martin Scorsese, 2019), y escritor y director de En busca de Bobby Fischer (Searching for Bobby Fischer, 1993) y la serie The Night of (2016), entre otras muchas cosas. Se trata de una adaptación de El talento de Mr. Ripley, primera novela de la saga dedicada al personaje, llevada al cine en dos ocasiones, en dos películas muy diferentes y ambas excelentes: A pleno sol (Plein soleil, René Clément, 1960), con Alain Delon, Maurice Ronet y Marie Laforêt, y El talento de Mr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, Anthony Mingella, 1999), con Matt Damon, Jude Law y Gwyneth Paltrow. Ambas versiones son muy luminosas, desbordan sensualidad y carga erótica. Sin embargo, no hay nada de esto en la oscura Ripley.
La elección de la fotografía en blanco y negro, extraordinaria por otra parte, evita la luminosidad y el colorido de unos personajes ricos, jóvenes y bellos que viven en Italia, en la opulencia y el dolce far niente a orillas del Mediterráneo, bajo la luz del sol. Por momentos, estamos en territorio casi expresionista, repleto de sombras, y el tenebrismo, inspirado en Caravaggio, el artista al que Ripley admira y que tiene su importancia en la serie, domina la imagen.
No es que se oculte la belleza de Italia, puesto que los planos se recrean en los palacios, en las calles antiguas, en los monumentos, en las playas y las terrazas, es solo que esa belleza resulta oscura y decadente, ruinosa. He hablado de expresionismo, pero no es difícil encontrar ecos de Fellini y Antonioni, de La dolce vita (1960) o de La notte (1961), films de la época en la que está ambientada la serie.
Tom Ripley, magníficamente encarnado por Andrew Scott, no es un seductor, como en las anteriores versiones. Es, claramente, un perdedor que decide dejar de serlo por la vía rápida, la de olvidar escrúpulos y convertirse en un depredador. Es tan oscuro y sombrío como la Italia donde decide vivir, como si su personalidad contaminara el paisaje, y cuando sonríe, cosa que hace muy escasamente, da miedo. No queda nada de la sexualización que el personaje manifestaba cuando recaía en el cuerpo y el rostro de Alain Delon o de Matt Damon. Tampoco la tienen Dickie y Marge, aquí interpretados por Johnny Flynn y Dakota Fanning, mucho menos cautivadores que en las películas y mostrados más bien como personas anodinas, cuyo único atractivo es el dinero de la familia de Dickie y su indolencia, ese signo de clase imposible de borrar.
Lo que va a descubrir Ripley, desde el momento en que decide que no va a volver a su vida pobre y miserable de Nueva York, es que el camino del depredador es arduo y quebradizo. Mucho. Incluso actuando sin escrúpulos. De ahí que veamos imágenes recurrentes de escaleras empinadas, caminos estrechos, callejuelas laberínticas por las que deambula fatigosamente. No es solo que el ascenso pueda convertirse en caída, es que Tom vive permanentemente en el filo, como caminando en la cuerda floja.
Subir en la escala social requiere mucho esfuerzo, aunque se haga engañando, robando o matando, y en cualquier momento se puede volver a bajar, como bien expresan las escaleras y los diversos abismos y márgenes que le salen constantemente al paso a Tom. Ese espacio constriñe a los personajes, no solo a Tom, por supuesto; también, y de forma lógica, a sus víctimas, y de ahí el juego constante de escala entre lo humano y lo arquitectónico, manifestado mediante picados, contrapicados, diagonales, reencuadres, perspectivas forzadas, etc. Por supuesto, también abundan los planos que inciden en la doblez del personaje, mostrando su imagen repetida a través de espejos, reflejos, cuadros o sombras.
Dos de las escenas más impactantes, los asesinatos, son larguísimas, a fin de reflejar, con todo lujo de detalles y morosamente, el inmenso esfuerzo físico y mental que supone matar, limpiar, ocultar el cadáver, borrar las huellas, hacer desaparecer las pruebas. De hecho, el segundo crimen ocupa casi el episodio completo. La reiteración de encuadres, de gestos y de desplazamientos incide en esa idea de empeño titánico, pero, además, nos revelan metafóricamente la mente obsesiva de Tom y su forma de pensar. Tom habla poco y no es precisamente expresivo, más bien opaco. Sin embargo, gracias a la muy sutil interpretación de Scott y a la condición altamente metafórica del espacio, le entendemos y somos capaces de saber qué está pensando. Escaleras, laberintos, callejuelas, sombras y ruinas son mucho más que lugares y objetos. No son solo el espacio de la acción, son la proyección en imágenes de la personalidad y la mente retorcida y oscura del protagonista y su tensa forma de vida.
Pero no se preocupen por eso de la reiteración, el blanco y negro o la propuesta formal tan elaborada: la serie no es elitista, ni es un ejercicio de estilo; no es estética vacía, ni postureo. Todo lo contrario. Es hipnótica y hechizante. No podemos, no queremos, dejar de mirar al amoral Tom con sus gestos a veces mínimos y sus esforzadas idas y venidas. Qué placer encontrar tanta belleza y fascinación.