VALÈNCIA. Es bonito ver cómo las ciudades se transforman, evolucionan y dejan atrás un pasado que, en ocasiones, en vez de ayudar en su proyección, las frena. Un claro ejemplo es Bilbao, que ha hecho un gran esfuerzo por eliminar la fama de ciudad gris e industrial que se labró en la década de los ochenta. Solo unos minutos en el taxi que nos lleva del aeropuerto al alojamiento para darme cuenta de que no es aquella ciudad que recordaba, sino una urbe amable, verde y que se me antoja vibrante. Y si tenía alguna duda, el taxista lo ratifica: «Bilbao ha cambiado mucho, no tiene nada que ver a cómo era antaño». Hace referencia a aquella ciudad que creció en torno a la siderurgia y la construcción naval y se convirtió en uno de los puertos más importantes de Europa, desde el cual se transportaban productos como el crudo y refinados de petróleo, además de materias primas como el mineral de hierro y carbón.
Un pasado que cambió con un edificio: el Museo Guggenheim Bilbao. Era octubre de 1997 y, donde antes había un muelle de uso portuario e industrial, nacía un museo que iba a cambiar la fisonomía de la ciudad y regenerar la ría del río Nervión, pero también a transformar la vida cultural y artística de la misma.
Y es precisamente esa Bilbao cultural y vibrante que renació cual ave Fénix la que quiero conocer, aunque eso será mañana, porque ahora nos vamos a entregar al pintxopote, una tradición que combina una bebida y un pintxo a buen precio. Siendo franca, una auténtica perdición que nos lleva a ir cambiando de taberna, a cual más llena y con mejores pintxos, y a brindar por los fracasos y la amistad. Los viajes tienen eso, que a veces unen a personas que se ven todos los días, pero que no tienen la oportunidad de conocerse hasta que algo las aleja de la rutina. Y, en este caso, ha sido un fin de semana en Bilbao.