vals para hormigas / OPINIÓN

Relato para los que odiamos el verano

7/08/2019 - 

Roberto saluda cada mañana a su mujer cuando se levanta. Ya no la ve, porque hace cuatro años, cuatro años ya, cómo pasa el tiempo, se la llevó un cáncer fulminante. Desde entonces, bueno, desde que volvió a tener fuerzas para salir a la calle, cuenta que se siente solo. Que ya no oye su voz cuando vuelve a casa y abre la puerta. Es el momento en que más se echa de menos, asegura. Que la soledad es muy dura si no estás acostumbrado. Y que muchas veces habla solo, como cada mañana cuando da los buenos días de espaldas al lado de la cama que ella solía ocupar. Pero eso lo cuento rápido, continúa, siempre que me encuentro con alguien a quien hace tiempo que no veo. Roberto gesticula con la cabeza con un poco de resignación y toda la razón del mundo. Somos así, es lo que queremos oír. Que el dolor duele. Pero enseguida cambio la conversación.

Fue duro, naturalmente. El duelo es progresivo. Al principio no te deja ni respirar, recuerda. Y luego se va quitando. Me golpea en el antebrazo. Y nunca se va, nunca se va. Pierde durante un momento la mirada en las baldosas del suelo, unos metros más allá de la terraza en la que me informa desde la mesa de al lado de que tardó en jubilarse. Me habían advertido de que no es fácil. Pero no tardé en encontrar cosas que hacer. Gracias, sobre todo, a mi hija, que vive en Holanda y me enseñó todo lo de los ordenadores, los móviles y el Facebook. Esas cosas. Y yo, que tengo facilidad para aprender y mucha curiosidad, siempre he sido muy curioso, he aprendido más cosas por mi cuenta. En qué mundo vivimos, qué maravilla. Lo celebra con un trago, tras el que se pasa la mano por el bigote. A mi mujer le habría encantado, es una de las cosas que más lamento. Porque no tengo sensación de distancia con mi hija. Cada día hablamos por el Skype, ese. La veo. La veo, repite, subiendo un tanto la voz. Y sé que ella se tranquiliza porque no me ve mal. Pese a la soledad y a que a veces hable con su madre. Nunca delante de ella, claro, ella no lo sabe.

Se lo cuento a los amigos de mi edad porque a los viejos nos gusta quejarnos. En realidad, todo cambió a finales del verano pasado. Nunca me ha gustado el calor, tampoco el frío, aunque aquí nunca hace frío, la verdad. Pero, por eso mismo, cuando murió mi mujer y pude respirar otra vez, decidí bajar todos los días a la playa, a eso de las seis, cuando ya se va poniendo el sol. Al principio solo paseaba, con la cabeza en los pies, muy triste. Pero hasta de la tristeza se aburre uno. Así que comencé a meter los pies en el agua y caminar por la arena húmeda, que dicen que es muy bueno para las piernas. También me aburrí. Y entonces pensé en bajar en bañador y pegarme chapuzones. De ahí pasé a nadar, primero un poco. Luego, mucho. Y fíjate. Se da un golpe en una barriga que apenas sobresale. Entonces, esta vez me coge del antebrazo, cerca de la muñeca, fue cuando todo cambió. Llegué un día a casa, eché en falta su voz, me duché, me puse el pijama para cenar y, mientras llegaba a la cocina, le dije a mi mujer: "Cariño, hoy me he nadado casi toda la playa, de punta a punta". No sé cómo, supe que sonrió. Pero eso no lo cuento, porque mis amigos no lo entenderían. Y menos a mi hija, que sería capaz de preocuparse de que algún día me dé un algo y me ahogue. Pero tú eres joven y sabes de qué te estoy hablando. Qué maravilla de mundo vivimos. Y qué maravilla es bañarse en el mar en verano, asegura Roberto.

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