ALICANTE. Un treintañero alicantino, que ejercía en un pueblo de la provincia, recibió a mediados de los pasados noventa una invitación de un grupo de amigos taurófilos del lugar para asistir a la corrida de San Juan de Alicante en la que intervenía José Mari Manzanares. Aceptó enseguida, pues la última vez que acudió a los toros fue una veintena de años atrás y le apetecía ir de nuevo. Aún recordaba esa tarde en que el espada del barrio de Santa Cruz tomó la alternativa de manos de Dominguín y donde pudo ver a Deborah Kerr, la protagonista de Las minas del rey Salomón, una de sus películas favoritas.
Pero la troupe taurina le puso una condición: tenía que llevarlos a un buen restaurante para degustar una comida típica alicantina.
Llego el día y los condujo a uno de los templos de la gastronomía de la ciudad en el que disfrutaron de un extraordinario arroz con pata, plato que les resultó inédito, y de un Fondillón para acompañar los postres, cata también novedosa que suscitó todos los elogios. Tras una animada sobremesa, se levantó la sesión y se dirigieron al coso de la Plaza de España.
Accedieron al recinto y el alicantino indicó a sus amigos que fueran tomando asiento porque precisaba cumplir con la naturaleza en su versión simple. Tras la breve despedida de rigor, avanzó unos pasos y lo vio: era Mario Conde. Se detuvo para observarlo un instante. Se encontraba charlando con alguien, y como era natural atraía todas las miradas. Nadie esperaba que el banquero, que estaba de rabiosa actualidad por sus procesos judiciales, estuviera precisamente en Alicante en una fecha tan señalada y además en los toros. Vestía un elegante traje negro que no parecía una prenda apropiada para un día tan caluroso, pero curiosamente no sudaba, lo lógico es que le brillara la frente perlada por el sudor. Lucía un elegante bronceado y llevaba su típico pelo engominado. Estaba impecable.
Pero a él le llamó la atención por un motivo bien diferente al de los demás. Ya cuando saltó a la fama como el presidente de banco más joven del país se acordó de algo de sus tiempos de estudiante que enseguida olvidó; pero toparse con él, después de tantos años, removió el almacén de sus recuerdos.
Retomó el camino hacia su urgencia, mientras rememoraba los primeros años del bachillerato en los salesianos cuando al terminar las clases, al inicio o final del curso en que anochecía más tarde, se reunía con sus compañeros para jugar al futbol en la calle y de forma espontánea surgía el momento que todos esperaban: las pedregas, vocablo valenciano que significa lanzarse piedras. Eran espontáneas porque no se acordaban previamente. Simplemente llegaba una pandilla de otro colegio u otro barrio y alguno preguntaba educadamente: “Voleu pedrega?” o “¿Queréis pedrega?”, según la lengua materna de cada cual, pero el término pedrega era invariable. Se celebraban en casi toda la ciudad: el barrio de San Blas, la Plaza Nueva, el barranco de Benalúa, las laderas del Castillo de San Fernando… Todo Alicante era un gran pedrega… Se arrojaban no solo piedras, sino también los terrones de tierra que dejaban los jardineros municipales tirados por el suelo y que tenían la gran ventaja de que no causaban daño. Al concluir, los indemnes comentaban los pormenores de la batalla (algunos se encendían un Piper, el mentolado de moda) y los lesionados, si se descubrían alguna brecha, se acercaban prestos a la Casa de Socorro para que los curaran.
Tras aliviar sus necesidades, se encaminó hacia la escalinata de su tendido a la vez que le sobrevoló por la mente una tarde en el paseo de Soto que quedaba bien cerca de su colegio.
“Colocamos las carteras como postes de las porterías —¡es verdad, las carteras!, en aquel tiempo no se llevaban las mochilas— y cuando íbamos a empezar apareció una pandilla y alguien nos dijo: ‘¿Queréis pedrega?’. Uno de nosotros le respondió con otra pregunta: ‘¿Sois de los maristas, verdad?’ —pregunta absurda porque se les notaba a la legua—. ‘Pues claro’, nos aclaró el más mayor y entonces proclamamos a coro un entusiasta ‘sí’. Éramos los colegios con mayor rivalidad, solo nos separaba la manzana de la Diputación —¡cómo ha cambiado todo, ahora no están ahí ni el uno ni el otro!—. En esa refriega a mí solo me alcanzaron algunos terronazos, pero uno de mi clase se llevó una buena pedrada en el muslo que le tiró el mayor. Al acabar nos despedimos muy cordialmente, aunque hubiera bajas siempre lo hacíamos de buenas maneras. Al poco de irse, uno le dijo con sorna al perjudicado ‘¡Menuda t’arreao el Mario Conde! ‘¿Y ese quién es?’, le pregunté. ‘Es un marista muy popular. Vino de Galicia hace años y enseguida se hizo a nuestras costumbres’, me explicó. Otro añadió: ‘Vive aquí al lado, en Luceros’”.
Envuelto en la nostalgia, subió las escaleras y se dirigió hacia su localidad, justo cuando se abría la puerta de cuadrillas, señal de que empezaba el paseíllo.
La lidia transcurrió en una plaza entregada hasta que un inesperado momento rompió la armoniosa comunión de la concurrencia. Fue cuando José Mari Manzanares se acercó lentamente hacia la barrera de sombra donde se hallaba Mario Conde y le brindó su cuarto toro. Casualmente, el treintañero alicantino, que se sentaba una decena de filas más arriba, fue testigo de lujo de la escena. El público mostró división de opiniones: unos estallaron en improperios o increparon con sonoros pitos al torero, al banquero o a ambos, y otros sonrieron y aplaudieron porque les pareció que era un bonito gesto de apoyo del paisano hacia un amigo que estaba pasando por malos momentos. La corrida volvió por sus cauces y, pese a todo, concluyó con un éxito más del diestro de la terreta.
Después de disfrutar de un memorable día de San Juan en Alicante, la troupe regresó al pueblo para cenar y llegar a tiempo de la cremà pues allí también celebraban les fogueres.