VALÈNCIA. Hay gente que es feliz cuando gana su equipo de fútbol o de baloncesto. Yo soy feliz cuando accedo a nueva información de cuando Nueva York era el lugar donde se fraguaba el futuro de la música moderna y el arte contemporáneo. Soy feliz sabiendo qué merendaban los Ramones antes de ir al CBGB, escuchando grabaciones inéditas de Velvet Underground, viendo fotos raras de Blondie, siguiendo a Patti Smith en Instagram y leyendo libros como Amor crónico, de Chris Frantz, el batería que cuenta algunos entresijos de la historia de Talking Heads.
Cuando le entrevisto a través de Zoom me dice que está entusiasmado porque le acaban de inyectar la primera dosis de la vacuna del coronavirus. Hay cosas que me han cambiado completamente, como si al escuchar una canción o un disco me hubiese alcanzado un rayo, y a veces mi trabajo me permite hablar con los autores de dichas obras. Le comento a Frantz la fuerza que desprendían Talking Heads en su primera etapa. Escuchando ciertas músicas revivo automáticamente instantes muy concretos de mi adolescencia. Momentos y estados de ánimo. Le comento a Frantz el impacto que en mí tuvo More songs about buildings and food, el segundo disco del grupo. Salió en 1978. Y yo debía tener 16 o 17 años cuando lo escuché por primera vez, aquellos años en los que, más que nada, trataba de dar con la música que cifrase mis emociones.
El cine y la literatura ofrecían nuevos escenarios para explorar. La música no, la música se te tiraba encima y te absorbía. Era un proyectil destinado a incendiar mis hormonas y mi cerebro. Y me sentía como en las historietas de superhéroes, cuando un tipo corriente se ve expuesto a un accidente que le confiere unos poderes especiales que formarán parte de él para siempre. Le comento a Frantz que su redoble de batería en esa canción es sencillamente la hostia. Le explico que los últimos 100 segundos de I’m not in love son el dibujo sonoro de lo que a mí me parece que es el desconcierto de la vida. No sé si al hablar en inglés soy capaz de expresarlo bien, creo que me entiende. Hay gente que nunca ha escuchado estas canciones, y hay personas que sí. La conexión que siento con esta música es intransferible y profundamente intestina.
Recojo el sobre que ha dejado el mensajero en el suelo del ascensor. Del sobre saco Destiny Street Complete. Cuando fue publicado en 1982, el álbum dejó completamente insatisfecho a su autor, Richard Hell, quien desde entonces ha vivido obsesionado con la idea de hacer el álbum que realmente quiso hacer entonces. En 2009 ya sacó una nueva versión con nuevas grabaciones de voz y varias guitarras que no aparecían en el original. Ahora Destiny Street Complete incluye esas dos versiones previas, otra nueva con remezclas a partir de los másteres originales -que hasta hace poco se daban por perdidos- y una colección de maquetas y singles pertenecientes a ese periodo.
Cuando Destiny Street salió por primera vez en cedé en 1991, Hell afirmaba en el libreto que siempre hay una manera de escribir sobre algo que mejorará permanentemente el tema de la escritura. Hell leía a Borges ya en 1978 y de París, 1856 salió la canción Time, que es una de las más hermosas de su repertorio. El soneto de Borges hablaba del poeta Heinrich Heine, que pasó sus últimos días arruinado, desquiciado y que, poco antes de morir dijo: “Dios me perdonará. Es su oficio”.
Los versos representaban la vida de cada uno de nosotros como una canción que solamente el tiempo puede interpretar y que nunca llegaremos a oír. “Llevando esto aún más al terreno de Borges -decía Hell-, se puede decir que la realidad de un individuo sólo se sabrá cuando éste ya no exista y nadie lo recuerde”. En sus memorias, Hell contaba que durante un encuentro con Susan Sontag y William Burroughs, ella dijo: “Con los años he descubierto que, una vez expresadas, las opiniones se secan y mueren y tienes que barrerlas”.
En un domingo como este habría colgado en Facebook un meme de facturación propia. La portada de Éramos unos niños, de Patti Smith, tuneada con un postit con la inscripción ninots cubriendo la palabra niños. Hoy no hay cridà y mañana no empezarán las fallas, y eso no hace más que corroborar que esto ya no es un chiste regional sino una realidad mundial: no somos más que ninots, aquí y en Auckland. A las pruebas me remito. Si algo me ha enseñado la pandemia ha sido eso.
En cuanto a Patti Smith, tanto en el libro de memorias de Frantz como en el que Hell escribió en 2013 -I dreamt I was a very clean tramp-, no sale muy bien parada, y no es la primera vez que ocurre. La soberbia de sus primeros años le ha pasado factura entre aquellos que, al no ser de su círculo íntimo, tuvieron que sufrir sus salidas de tono. El CBGB no era un lugar tan idílico como quisiéramos creer. Johnny Ramone era un facha insoportable y David Byrne estaba allí captando ideas hasta que encontrase otro sitio mejor al que ir. En mi juventud creía ingenuamente que en Nueva York todos los artistas se llevarían de cine. Cosa que no entiendo, porque en los bares de músicos que yo frecuentaba en València, las envidias y la competitividad eran tan habituales como el hielo que te ponían en la copa.
Recuerdo de manera borrosa una noche de 1996, en el Colegio San Juan Evangelista de Madrid. Se celebraba el festival Poética, organizado por Ana Curra, y habían actuado, entre otros, Lydia Lunch y Richard Hell. Como quienes se ocupaban de su estancia en Madrid eran Ajo y Javier Colis -entonces en Mil Dolores Pequeños-, me subí con ellos a la furgoneta que iba a llevar a los artistas a sus alojamientos en el centro.
Y así fue como me encontré sentado junto a Richard Hell, al cual Lunch trataba con absoluto desdén. En aquel momento yo ya había cumplido los 33 años, pero rodeado de todas esas estrellas oscuras, volví a sentirme como un adolescente que se había colado a la proyección de una película privada. Como dice la letra de Time, “sólo el tiempo puede escribir una canción que sea realmente real / lo máximo que puede hacer un hombre es decir lo que siente al escucharla / y saber que solamente sabe aquello que el tiempo le revela”.
La Navidad está hecha para la felicidad de los niños. En cambio, a un adulto le basta con fingir alegría y recordar los años de nieves y gracias de su infancia. No queda casi nada de aquel tiempo en que la gente se felicitaba las Pascuas por carta y era costumbre pedir el aguinaldo